Opinión

TOQUE DE QUEDA: TOCA QUEDARSE

"Los seres humanos somos complicados: nos prohíben algo y ese algo se nos antoja. Hablo por mí, pero alguien más podrá identificarse con esto".

Aquí está ya el COVID 19 con sus efectos iniciales. Con la angustia por lo que trajo y lo que traerá. Con las medidas extremas que conlleva. Y añadido a eso, las penas paralelas. Nuestras penas cotidianas. Las grandes penas. Las de siempre.

No es lo mismo no querer ver a nadie y apartarse, que no poder ver a nadie por temer un contagio. Tampoco es lo mismo no salir por decisión propia, que estar vedado de hacerlo por un toque de queda.

Los seres humanos somos complicados: nos prohíben algo y ese algo se nos antoja. Hablo por mí, pero alguien más podrá identificarse con esto.

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La ansiedad no me permite leer en paz. Aunque me encante leer. No logro escuchar música sin distraerme. Aunque sea mi pasión máxima. La situación no me deja concentrarme para que me atrape una serie de Netflix, aunque tan solo un mes atrás aquello sucediera tan fácilmente. Estoy consultando noticias cada cinco minutos. Y a ratos, me abstraigo por completo. Del blanco voy al negro.

Y me vuela la imaginación. Mi febril y delirante pasarela de historias posibles. Vislumbro escenarios de horror que cobran vidas en el colapso de las salas de urgencias. Dibujo mentalmente a un anciano, atemorizado por percibir que los síntomas lo acechan. O a un joven que teme contagiar a ese abuelo con quien vive, y por ello sufre de insomnio.

Y ya en el pináculo de mi paranoia literaria, veo desfilar docenas de relatos que me perturban. Todos espeluznantes. Cinco minutos después recibo un video con datos esperanzadores.

Una anciana de 103 años que sobrevivió a este mal. Un Premio Nobel que evalúa la curva de casos ocurrida en China y considera que el agua volverá a su cauce más pronto de lo que creemos.

Pero no me basta. Los números de Italia siguen siendo contundentes en su tragedia diaria, con España pisándole los talones. Y a eso se añaden los mensajes de desinformación que recibo de gente que, se supone, debería saber que difundir esas patrañas apocalípticas solo atiza el caos. Eso me recuerda las innecesarias colas en los supermercados y la escasez de algunos productos. Asimismo, me disgustan los debates estériles alrededor de obsesiones políticas que no dimensionan la gravedad del momento.

Hablo de expresiones fanáticas que, en función de sus radicalismos, insisten en meter en la misma canasta, asuntos que distan enormidades de encajar en esta coyuntura. Y ojo: no sugiero abstenerse de emitir criticas ni callar frente a las iniquidades de los aprovechados de siempre. En todo caso, solo aconsejo una tregua en aquellos temas que solo causan más ruido en medio de la estridencia actual.

Rescato del episodio a quienes, de manera solidaria, se han quedado en casa, muchas veces a riesgo de que no les alcance ni para comer dentro de tres días. Ese heroísmo me inspira y me da ejemplo. Y me pone a pensar. El filósofo del futbol, Jorge Valdano, lo definió certeramente: “Hay quienes ponen en riesgo su salud cuando salen a trabajar, y hay quienes ponen en riesgo su economía cuando no lo hacen”.

El drama es inmenso. No es fácil el hoy y tal vez será peor el mañana. Lo leí en un titular: “El coronavirus dejará más pobres que muertos”.

Sin embargo, los recursos y la atención deben enfocarse ahora en la emergencia sanitaria. Es fundamental que las medidas de aislamiento se tomen, ojalá todavía con carácter preventivo, y no ya tardíamente con la catástrofe encima.

El doctor Juan Manuel Luna ha sido muy lúcido para explicarlo: “Ven que de todos modos terminan cerrando la economía, pero durante más tiempo, y con muchos más enfermos e infinidad de muertos”. Se refiere a los países que postergaron detenerse y luego sufrieron las amargas consecuencias. Parar en serio puede resultar efectivo para impedir un desastre. En Italia se demoraron demasiado. Los estragos están ahí, y no precisan de comentarios extra.

El coronavirus le está propinando duras lecciones a la raza humana. Cuando creíamos que lo podíamos todo en la tecnología, nos vapulea un personaje omnipresente al que no podemos ver, pero que ni siquiera nos permite saludarnos, y que pulveriza la economía en cuestión de días. Es como una película de terror, pero de carne y hueso. Pesadilla colectiva que vivimos despiertos. No me gusta este mundo sin abrazos y sin besos. Y pese a que soy proclive a la soledad, me altera que sea un inusitado miedo el que me la imponga con tanto rigor.

Con todo, tiendo a confiar en que podremos superar el cataclismo, si la conciencia y la entereza se sobreponen al pánico y a la frivolidad. No será una tarea sencilla. Es sumamente arduo esto que enfrentamos. Porque además de las angustias que conlleva el malvado COVID 19, uno sigue cargando con sus penas paralelas. Las penas cotidianas. Las grandes penas. Las de siempre.
Acatar el toque de queda es nuestra opción esperanzadora. Toca hacerlo. No queda otra. Y para cumplir con esto, no se precisa de aplaudir cada vez que el reloj marque las cuatro de la tarde.

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