Asistimos al intento de un golpe de Estado técnico, por capítulos. Y asistimos, al mismo tiempo, a una férrea resistencia a sucumbir, también por entregas. Los que desprecian la democracia contra los que quieren preservarla. Literalmente así. Aquí no caben los puntos intermedios.
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En el ínterin, el país es sometido a una injusta batalla de altibajos de la que nadie se libra. Este vaivén de ataques y contraataques desgasta la cotidianidad y sus ramificaciones sociales, emocionales y económicas. Durante la pandemia, nos tocó lidiar con una incertidumbre hasta entonces desconocida. Y eso dejó huella. El estrés postraumático de aquellos años atípicos y demenciales sigue sin resolverse. De vivir “un día a la vez”, como lo hacíamos en 2020 y 2021, nos vemos forzados a vivir “una hora a la vez” por los sobresaltos de cada jornada. Ahora, por obra y desgracia de los más corruptos, enfrentamos a diario la carencia de certezas mínimas, a la espera de cuál será la “sorpresa” que nos deparará la maquinaria del odio y de la ilegalidad. Todo, ocasionado por el cinismo de un puñado de impresentables que, con descaro, pretende irrespetar la voluntad de la gente expresada en las urnas. Ya no les da ni vergüenza. Proclaman su insensatez con orgullo y prepotencia. Y actúan como los equipos que, ya hundidos en el abismo de la inminente derrota, empiezan a golpear arteramente a los rivales, solo con el afán de hacer daño. Solo con el afán de lesionar y herir a quienes, más temprano que tarde, los dejarán en el campo con la humillante y bochornosa imagen del mal perdedor.
Es el momento de los arrepentimientos y del cambio de lealtades. Ya varios deciden abandonar el barco de la maldad. Tal vez no por buenos, pero da igual. Cuando un buque naufraga, más vale unirse a la ola que ser arrastrado por esta. Los perversos se van quedando solos. Y lo saben. Y lo sufren. Y lo enrabietan. De ahí las reacciones hepáticas y furibundas. Porque tienen miedo. Mucho miedo. No por lo que sospechan que puede ocurrirles, sino porque son cobardes. Totalmente cobardes. Despreciablemente cobardes. Y sé que les cuesta dormir. Y que ya no se enseñorean por las calles como lo hacían hace apenas semanas. Sienten la repulsa de las mayorías. Y tiemblan por dentro de imaginarse lo que les viene. “Dios tarda, pero no olvida”, reza el dicho. Y Dios ha de estar muy indignado por las crueldades perpetradas en la Guatemala de estos últimos años. Muy molesto.
Quienes somos creyentes, sabemos que el destino es un juez que no perdona. Lo que uno hace, bueno o malo, siempre regresa. Seremos medidos con la misma vara que hemos medido a los otros. “Y con una cuarta más”, como solía decirme un sabio tío. “Pedro Navaja, matón de esquina. Quien a hierro mata, a hierro termina”, canta Rubén Blades.
Debemos prepararnos para días huracanados. Nos queda un mes hasta la segunda vuelta. Sobrarán los esfuerzos y las argucias para traerse abajo el proceso. Y está muy claro que quienes buscan perpetuarse en el poder, prefieren quemar el país y gobernar sobre sus cenizas que irse por la puerta trasera sin causar tragedias. Fue más digno Otto Pérez Molina a la hora de asumir su papel histórico como hombre de Estado. Pudiendo acudir a la violencia, prefirió ir a la cárcel antes que precipitar al país a un baño de sangre. No es el caso de los golpistas actuales. Por lo que se ve, estos son de los que no les importa nada. Estos son de la peor calaña. Estos son los más repugnantes.