Es sanador librarse de aquello que es tóxico y desgastante. El error consiste en que, con frecuencia, uno lo decide mucho tiempo después de cuando debió. Le da largas a lo inevitable. Se aferra a falsas esperanzas. O lo que es peor: Le teme el “rato colorado” y a sus posibles consecuencias. Se da mucho en las relaciones amorosas. Uno ve que algo no funciona y que, en vez de dar vida, es un infierno e insiste en la patología del martirio. Sucede porque, con frecuencia, uno de la pareja le teme a lo que vendrá después. Al fracaso. Al despecho. Al qué dirán.
A veces son ambos los que no se atreven a encarar el futuro. A verlo con nuevos ojos. Y así prefieren conformarse con la irritante cotidianidad de la ruina. La de repetirse los mismos reproches, cada vez en tono más hiriente, sin hallar nunca solución. La de pretender que con un “borrón y cuenta nueva” todo se arregla.
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Hay matrimonios que se dedican a mortificarse durante décadas, solo para sostener la imagen de que lograron mantenerse juntos “a pesar de las adversidades”. Otros lo hacen para darles a sus hijos la imagen de un “hogar integrado”. Todo lo anterior es una de las hipocresías mejor aceptadas por la sociedad. Hablo de las parejas que supuestamente funcionan desde la disfuncionalidad; es decir, el amor que es codependencia y la codependencia que es tortura. Ahora bien, si el suplicio no sale de casa, esos dos que se fastidian un día sí y el otro también terminan vendiéndose como la pareja perfecta. Aunque la farsa no siempre se logre. Las agresiones pasivas se notan y son inevitables cuando la enfermedad ya está muy avanzada. Y, para congoja del destino, los primeros en comprobarlo son los propios hijos de los “sacrificados”. ¿Lugar conocido por muchos? Seguramente.
En contraste con lo anterior, el amor verdadero no puede desecharse así nomás. Luchar por conservarlo es lo más legítimo y justificado que un ser humano puede intentar. Pero no debe confundirse “luchar por el amor”, con imponerlo a costa de la vida de una pareja. No rendirse fácilmente dista mucho de la necedad. Pobres los que hemos pasado por ahí. Pobres los que siguen en esas. Pobre la humanidad que seguirá equivocándose de esa manera.
Para un país es incluso más arduo y complejo desligarse de sus dinámicas nefastas. ¿Cómo entender, por ejemplo, que tanta gente soporte este sainete barato de las elecciones? Igual, uno cae en la trampa de vislumbrar quién es “el menos peor”. Siempre se alberga la esperanza de que a los más ruines les salga mal el plan y que sus candidatos se desplomen en las encuestas. Admiro las campañas llamando al voto, hechas con entusiasmo. Y las admiro, porque en este contexto cuesta mucho creer que haya por dónde. También aprecio que analistas hablen aún en los medios de comunicación y opinen en las redes sociales, como si este proceso trajera posibilidades reales de aportar algo. A lo mejor tienen razón. Llegar sin novedad al domingo ya será lujo comparado con los pronósticos de quienes todavía hoy dudan que haya elecciones.
Sabemos que nos gobiernan corruptos, que se postulan casi solo corruptos, que muy probablemente votaremos para llevar al poder a corruptos y que nos seguirán robando los corruptos. Lo sabemos. Y lo que es peor: Lo aceptamos. Lo aprobamos. Lo permitimos.
Hasta ahora, creer que con el voto cambiaremos el rumbo ha resultado ser un descomunal engaño colectivo. Solo nos ha servido para que nos partan el cuerpo y nos extraigan nuestros órganos, no con el fin de sanarlos, sino para hacer negocio con ellos.
Cada nueva administración que llega a “la guayaba” nos deja con menos herramientas para mantener en pie nuestro sistema inmunológico. Y por eso siempre nos vemos tan mal.
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Oportuno recordar que sin elecciones es imposible darle formal continuidad a la democracia. Con eso nos hemos conformado. Y también nos hemos resignado a la mediocridad en el debate.
Ojalá la población aproveche las pocas oportunidades que aún le da esta moribunda democracia. Como planteé antes, cuesta mucho deshacerse de parejas tóxicas que confunden el amor con la obsesión. ¿Recuerdan el sufrimiento atroz de Michael Douglas en “Atracción fatal” a manos de una desequilibrada Glenn Close? Pues es considerablemente más difícil lograr que un pueblo se harte de ser usado y vilipendiado, y que para liberarse disponga de una lúcida organización social, capaz de volver política pública lo que el país realmente necesita. Como en los matrimonios que viven como “perro y gato”, pero que no pueden estar “el uno sin el otro”, el círculo vicioso de la cleptocracia, ahora coaligada con el sicariato judicial, nos llevará más pronto que tarde al Estado fallido. Algo así como esas parejas que, ya en caída libre, incluso en el fango, siguen removiendo el pasado, negándose el futuro, sin aprovechar el presente. ¿Por qué será que toleramos con tanta docilidad la desdicha? Mi madre contestaría con una frase que ya casi no se usa: “Ve tú a saber”.