Odio y venganza. Dos palabras que rigen el presente del país. Dos palabras que gobiernan el pulso político. Dos palabras que permean en la vida cotidiana de millones. Odiar no es un verbo edificante. Vengarse no es un acto enaltecedor. En ambos casos se destruye. Y destruir en una tierra extenuada por las demoliciones es un exceso canallesco.
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El que ejerce la venganza y el que sufre conforman un círculo malsano. Un pus social. Eso lo sabemos todos. A más ofensa, mayor resentimiento. Si alguien rechaza las acciones villanas de otros, ¿por qué cuando le toca su turno resulta ser peor en esas mismas vilezas? Recuerdo a Nietzsche: “Quien con monstruos lucha debe cuidarse de no convertirse, a su vez, en otro monstruo. Cuando se mira largo tiempo al abismo, el abismo también mira adentro de uno”.
Mantener el dedo en la llaga jamás contribuye con sanar la herida. Muy al contrario: la agrava; la profundiza. La vuelve crónica y terminal. ¿A quién le interesa vivir en un ambiente tan cargado? ¿Quién puede sentirse pleno así? ¿Es acaso posible ser un buen cristiano en estas condiciones? ¿O es que la apatía es ya tan fuerte que no permite percibir este desasosiego?
Somos históricamente indolentes frente al padecer ajeno. Solo nos activamos para las emergencias pasajeras y muchas veces con el único afán del protagonismo. Eso nos marca como sociedad. Además, nos cuesta comprometernos con la reconciliación. Así lo fuimos antes y seguimos siéndolo ahora. No perdonamos. No procuramos el alivio. No aspiramos a limar asperezas. Preferimos el agravio. La descalificación. El insulto. Especialmente en redes sociales. “Mi lado” siempre es mejor que “el otro”. Las superioridades morales se enfrascan en una lucha sin cuartel, en la que únicamente se crían cuervos.
Así hemos ido enterrando nuestras conquistas. Entre el odio y la venganza. Perdimos, por ejemplo, la capacidad de debatir con altura. Perdimos las bondades del diálogo. Perdimos el crecimiento que trae consigo la tolerancia. Y así iremos perdiendo todo, hasta quedar peligrosamente vacíos de contenido. Vacíos de voluntad. Vacíos de misericordia. Vacíos de Patria. Y, cuando llegue ese momento, es probable que ya ni siquiera tengamos la sensatez como para comprender lo tarde que será para nosotros. Lo tarde que es ya. No se necesita ser sabio ni profeta para ver lo que viene si no sucede algo extraordinario en el camino. Hay huracanes que se anuncian, incluso en medio de mañanas aparentemente soleadas. Son las borrascas evitables. Asimismo, hay anocheceres que no podrán levantarse al día siguiente, porque el sol ya no saldrá. El odio y la venganza como pronóstico del tiempo. El odio y la venganza como barajas de la peor clarividencia. El odio y la venganza como feroz agenda de país.
Más que concentrarnos en un proceso electoral tan envilecido, deberíamos articular esfuerzos para calmar las turbulentas aguas que nos dejarán estas votaciones. Aguas que, tarde o temprano, se tornarán definitivamente belicosas, sin importar el resultado de las elecciones. Aquí es preciso hablar de quiénes tendrán el coraje y la lucidez de liderar al país para hacerlo emerger desde sus cenizas, o de resignarnos a hablar de aquellos que se la jugarán hasta el final para mantener, al precio que sea, esta debacle.
Como lo hicimos con el asesinato y con la corrupción, en Guatemala hemos naturalizado el odio y la venganza. Los hemos convidado a dormir con nosotros. A comer en nuestra mesa. A sazonarnos la farándula. A educar a nuestros hijos. A definirnos el destino.
Pasamos de jugar deliberadamente con fuego, a que el fuego juegue a sus anchas con nosotros. Es irresponsable de verdad haber llegado hasta aquí. Cada quien con su porción de culpa. Insisto: Odiar no es un verbo edificante; vengarse no es un acto enaltecedor. ¿Cuándo nos cansaremos de ver hacia el abismo y de que ese abismo nos vea a nosotros permanentemente? ¿Será que lo lograremos antes de que los ojos se nos vuelvan cuervos?