La apatía de la gente hacia la situación del país no es del aire. No viene de Marte. No es gratuita. ¿A quién, sino a los directamente afectados o a los directamente beneficiados, les importa el nombre del próximo inquilino de Casa Presidencial? A un médico que atiende su consultorio cuatro veces a la semana y que opera con regularidad, ¿le atañe quién gane las elecciones? No. A un asalariado que sufre para llegar a fin de mes, tampoco. Y no les incumbe porque, gane quien gane, su vida no cambiará de manera drástica. La desidia política de las mayorías se explica en el reincidente desastre de nuestras autoridades. Ya no quedan instituciones respetables. Ya no hay hacia dónde ver. El fracaso del proceso de 2015, que en su momento pintaba bien como una transformación definitiva, incluso terminó hundiéndonos más. Es romántico e iluso pensar en una organización social capaz de encontrar objetivos integradores para unir fuerzas. Cada quien rema por su lado. Con sus intereses y sus obsesiones como motor de acción. Pero sin rumbo certero para ejercer una presión positiva en los ámbitos del poder.
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En vez de ser una sociedad que aliente liderazgos, lo que somos es una frenética atomización que solo adora a influencers. Nos encanta lo superficial. Lo falsamente cercano. Lo que nos divierte sin hacernos conciencia. No es extraño que haya tanta indiferencia aquí. Es una indiferencia hija de varios factores. Uno es la falta de esperanza, o bien las esperanzas postizas, que, de algún modo, vienen siendo lo mismo. Me explico: o ya no creemos en nada, o nos ilusionamos con creer en algo, a sabiendas de que nada cambiará. Otro factor es la sempiterna desconfianza. Tememos en demasía la vulnerabilidad. No nos abrimos. No nos damos el beneficio de la duda. No construimos lazos de integración. Nos fijamos en exceso en todo lo que nos separa, y rara vez reparamos en los objetivos comunes. El que no está conmigo, no solo está contra mí, sino que más vale sacarlo de la jugada lo antes posible. Aquí nadie puede reivindicarse. Si falló antes, aunque fuera mínimamente, está condenado de por vida. Sobre todo, si es un enemigo ideológico. Y buena parte de eso se lo debemos a la herencia del conflicto armado. Una herencia que también nos legó el miedo a levantar la voz para defender nuestros derechos. Una herencia que no nos permitió, cuando aún era posible, consolidar una verdadera cultura democrática. ¿A quiénes motiva realmente esta campaña electoral? A los mismos de siempre. A quienes quieren asegurarse los jugosos contratos con el Estado o a los que añoran que gane su candidato para así obtener una plaza de “asesor” en la burocracia. Cada cual en su dimensión. Aunque también hay otros que están muy a la expectativa de los resultados electorales. Son aquellos que, dependiendo del ganador, tendrán que preparar maletas para irse de Guatemala, ya sea por la inminencia de una persecución selectiva y arbitraria, o bien por esas represalias ahora tan vigentes que obligan a algunos a desaparecer del mapa en una especie de “suicidio civil”.
No siempre fue así durante estos años de democracia que empezaron en los años 80 del siglo pasado. Hubo momentos de mayor claridad. Hubo oportunidades que no supimos aprovechar. Hubo episodios que invitaron a soñar con un auténtico amanecer. Los odios jamás sanados y la insuficiente visión política nos llevaron hasta esto. Insisto: Aquí cada quien rema por su lado. Con sus intereses y sus obsesiones como motor de acción. Pero sin rumbo certero para ejercer una presión positiva en los ámbitos del poder. Que nadie se extrañe de que en elecciones venideras, si es que no en estas, a los puestos clave del Estado lleguen más influencers que líderes. Que nadie se asombre por esto. Es lo que hay.