No es agradable ver que en Brasilia se repitan en estos días las atrocidades ocurridas en Washington el 6 de enero de 2020. Es más bien abominable. El asalto al Capitolio marca un antes y un después en la democracia de Estados Unidos. Incluso significa un punto de inflexión en la democracia como tal. Me cuesta entender que aún haya fanáticos que aplaudan estas acciones vandálicas y que, además, las justifiquen como un acto de legítima defensa. Considero que, pese a que las elecciones de medio mandato hayan sido exitosas para Joe Biden, la justicia no ha actuado con suficiente celeridad y contundencia contra el inminente instigador de la revuelta de dos años atrás. Y, por ello, con todo y sus derrotas en los últimos meses, Donald Trump sigue ahí. Además, no son pocos los que se aferran a la absurda patraña de que hubo fraude en las presidenciales de 2019.
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Lo mismo sucede en Brasil. Jair Bolsonaro no se mide a la hora de poner en duda el triunfo en las urnas de Luiz Inácio Lula da Silva. Un triunfo ciertamente ajustado. Pero así es la democracia. En su momento, Al Gore tuvo que admitir su derrota frente a George W. Bush por 538 votos de diferencia en Florida, lo cual lo dejó sin los 25 distritos electorales de ese estado, pese a que, en el conteo general del país entero, le había sacado una ventaja de más de medio millón de sufragios a quien resultó ganador. Saber perder es parte fundamental de la democracia. Hacerlo con altura. Evitar la agitación innecesaria.
Aquí debemos poner “barbas en remojo” respecto de la crisis que se vive en Brasil. Especialmente, el Tribunal Supremo Electoral. El espíritu democrático no es el que prevalece en estos tiempos aquí. Y la confianza en el árbitro de las elecciones está erosionada. Nuestro sistema de conteo, a cargo de la propia ciudadanía, ha sido y es muy efectivo. No es por esa vía por donde podrían venir los problemas. A lo que yo le temo es a la descarada e infinita irresponsabilidad de la mayoría de candidatos. Está claro que, con tal de crear caos o de no asumir una derrota, muchos de ellos se atreverían a atizar el fuego más temerario. Gritar “fraude” es muy fácil. Sobre todo cuando, como ya sucedió en 2019, se predispone al ambiente para hacerlo.
Los populistas siempre proclaman ser la “voz del pueblo”. Tal vez por ello se sienten con el derecho de irrespetar la voluntad popular si no son ellos los que salen triunfadores. De hecho, los regímenes autoritarios no pierden elecciones. Las ganan o las ganan. La habilidad con que Trump urdió la trama para engañar a sus millones de seguidores dividió peligrosamente a Estados Unidos. Más que nunca. Y esa polarización se refleja en la mediocre actividad legislativa de ese país. En la ausencia de acuerdos. En la radicalización de sus liderazgos. Y eso estropea y complica las posibilidades de que se haga más por la gente desde el Estado. En dos platos, todos pierden. Todos, menos los grandes mafiosos de la política y sus adeptos. Eso mismo que en Guatemala ha sido lo normal desde que me acuerdo. Eso mismo que seguirá rigiéndonos si no alcanzamos a entender que, como sociedad, precisamos con urgencia de una organización social coherente y visionaria que sea capaz de articularse políticamente para llegar al poder y desde ahí propiciar los cambios.
La democracia vive horas difíciles en el mundo. Estados Unidos y Brasil son dos caras de una moneda muy similar, en la que el libreto salta a la vista. En ambos casos, los autores intelectuales y materiales ni siquiera necesitan esconderse. Sus artimañas y sus iniquidades son públicas. Es un gran error el que cometemos quienes preferimos gobiernos democráticos a regímenes autoritarios cuando vemos con indolencia episodios tan ruines como el asalto al Capitolio de 2020 o la insurrección extremista que vive hoy Brasil. Tal vez ocurra como en los recientes asaltos a casas en zonas residenciales que gozan de múltiples medidas de seguridad: Hasta que no nos toca, no nos importa. Pero, a veces, cuando nos toca, ya es demasiado tarde para evitar lo peor. Ergo: Cada vez es más común no respetar los resultados electorales. Prueba de ello, los dos países más grandes del continente.