¿Con qué nostalgia me quedaré al final del año? ¿Qué nostalgia me conmoverá hasta el punto de pedirme no marcharme de ahí? ¿Cuál de las nostalgias que me asedian terminará siendo un pronóstico del tiempo? Nostalgia de lo que puede ser y no es. Nostalgia de lo que pudiendo ser no será. Nostalgia de lo que fue y seguirá siendo, aunque no sea. “La nostalgia de lo que se pierde es más soportable que la nostalgia por lo que nunca se tuvo”, reza una frase de Mignon McLaughlin. El paso de los años nos hace sabios en nostalgias. Eso sucede cuando las fuerzas nos alcanzan para crear nuevas y vigorosas vivencias, que son las nostalgias de ese futuro que a veces no llega. El futuro que, al no llegar, nunca causa nostalgia.
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No hay presentes nostálgicos. Uno suele retocar sus recuerdos. Novelar sus memorias. Pulir, en el relato, lo que antes vio rústico. Y eso nos lleva a contarles a las nuevas generaciones hazañas que, en realidad, de épicas no tienen nada. Y engrandecer ocurrencias que no pasaron de lo anecdótico. Y levantar banderas de seductor, cuando en el registro de los hechos fue uno el seducido. Es la nostalgia de eso que quisimos que ocurriera a nuestra justa conveniencia. Y así la vamos llevando hasta descubrir que es inútil salir siempre de héroe y que, ya en la intimidad, resulta más heroico exponer nuestras derrotas con hidalguía. Es decir, ser lo suficientemente fuertes como para desnudar nuestras debilidades.
Hay momentos en la vida inmunes a la idealización. Nostalgias inenarrables. Citas sublimes que superan al Hollywood más ambicioso. Besos breves que son eternos. Vinos que abrieron la puerta a vinos venideros. Viajes improvisados que salen memorables. Hablo de aquellas tardes perfectas que ni siquiera con fantasías hiperbólicas logran mejorarse. La nostalgia insuperable. La que no se deja vencer incluso cuando el nostálgico ferviente intenta el tan gastado truco de la sal y la pimienta.
No es aconsejable dedicarle demasiado tiempo a la nostalgia. La energía es mucho más útil para el arte de lo espontáneo. La única posible excepción se da con las viejas canciones. “Mediterráneo” de Serrat siempre caerá de perlas. O “Vuestros pies” de Galich. No digamos “Something” o “The Sound Of Silence”. Las canciones guardan en tres minutos la intensidad de lo infinito. “It’s yesterday once more”, canta la inolvidable Karen Carpenter en su oda a la nostalgia musicalizada.
Reunirse con los amigos de antaño es una tradición de diciembre. Las bromas de 40 años atrás. Las complicidades sin fin. Los secretos que, al cabo de décadas, dejan de serlo. Y, en esas, al ver cómo el tiempo nos cambia el cutis y la salud, tedemos a conversar de lozanías otrora despilfarradas. La nostalgia que habla desde los “vestigios de antigua opulencia”, como diría mi tío Hugo. Duele juntarse con esos amigos de toda la vida y, de pronto, notar que hay un puesto que sobra porque hay un amigo que falta. Este recorrido que a diario nos consume en su vaivén de circunstancias es una colección de pérdidas que, cuando hay generosidad de por medio, nos hereda ganancias aseguradas. Es otra manera de nombrar a la experiencia. Y la experiencia, si deja huella en el pozo del alma, nunca deja de suministrar el agua fresca de los recuerdos. Es la nostalgia que da fe y firma por haber vivido. La nostalgia del cariño cultivado. La nostalgia de nuestro árbol genio y lógico.
¿Con qué nostalgia iré a quedarme cuando al año desfallezca? No será solo una; serán varias. Y a medida que los calendarios vayan haciendo camino, algún día yo mismo seré la nostalgia de alguien más. Entonces, con ese poder de nostalgia que solo las canciones tienen, un corazón desbordará en tres minutos la intensidad de los ríos que nunca dejan de pasar abajo del puente. Será el ayer, una vez más.