El Mundial siempre trae recuerdos. Abundan los momentos memorables de cada torneo. Gestas heroicas. Injusticias del destino. Figuras que fueron y otras que no llegaron a ser. Asuntos políticos ligados tétricamente con el deporte. Total: la vida. Un abanico de historias para llenar páginas y páginas.
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Nunca olvido a Beckenbauer jugando la semifinal en México 70 con el hombro dislocado. Aquella muestra de coraje del Kaiser mostró lo que la solidaridad y el amor por un oficio son capaces de lograr. Hasta la fecha, lo considero uno de los momentos cumbre para un futbolista. Alemania cayó ante Italia en tiempos extras, en lo que muchos describieron como “el partido del siglo”. Pero, con todo y la derrota, en mi memoria quedaron la bravura y el empuje del volante germano; su entrega.
La lección: Se deja hasta el último suspiro en el campo, aunque eso duela. Más dolor es rendirse antes de tiempo. Perder luchando es otra forma de ganar.
Cuatro años más tarde, a los alemanes les tocó ser locales. Impresionante era, para aquellos días, el techo de vidrio del Olympiastadion en Múnich. La sensación del campeonato fue Holanda. Johan Cruyff deslumbró con su vertiginoso juego y la “Naranja Mecánica”, pese a ser “el equipo”, sucumbió en la final frente al anfitrión. Debe haber sido horrible para los holandeses no ganar la copa en 1974. Era su momento. En el partido decisivo, sin que Alemania hubiera siquiera tocado el balón, ya ganaban 1-0. Después, entre Breitner y Müller le dieron la vuelta al marcador. Y aunque después los de la tierra de los tulipanes le tiraron de todas las maneras posibles al arco alemán, el arquero Sepp Maier estuvo infranqueable. La lección: Nada está terminado hasta que el último telón se cierra. Dar por ganado algo que aún está en disputa suele traer grandes amarguras.
En 1978, el Mundial se organizó en Argentina. En los meses previos, comprar cada sábado la revista “El Gráfico” en los puestos de la Sexta Avenida era una inmensa alegría. Leer a Juvenal, Onesime o a Robinson hizo cercano aquel proceso de la albiceleste, bajo la dirección del gran César Luis Menotti. A él siempre lo he admirado por su filosofía de no sacrificar el espectáculo con tal de conseguir un resultado. “El gol debe ser un pase a la red”, es una de sus frases célebres.
La selección argentina estaba obligada a ganar. No solo por ser de casa, sino especialmente por las presiones que provenían desde la cruenta dictadura que gobernaba aquel país desde el Golpe del 76. El triunfo de los muchachos de Menotti, meritorio en la final, se vio empañado por la supuesta amenaza proferida contra el equipo peruano por el jefe de la junta militar, Jorge Rafael Videla, quien, según se dice, llegó personalmente al camerino a intimidar al combinado inca, acompañado nada menos que por Henry Kissinger. Aquello, de acuerdo con diversas fuentes, influyó para que los peruanos se dejaran ganar por goleada y facilitaran el paso de los locales a la final. Siempre quedará la duda de qué sucedió realmente ahí. En la cancha, fue la copa de Kempes y de Fillol. Holanda, de nuevo, perdió por un pelo y no ganó por un palo. Un balón en el poste, justo en el minuto 90, impidió que se coronara. Es la maldición del “eterno segundo lugar”.
Videla y compañía festejaron, pues habían alcanzado su objetivo de desviar la atención de sus crímenes. Años después, hubo jugadores que lamentaron haber sido “usados por la dictadura”. En 1985, ya con Alfonsín en el poder, se condenó a varios de esos militares. Bien se ve que el futbol resulta ser más que un simple deporte de masas.
Igual sucede ahora en Catar. Así como dicha monarquía ganó la sede pese a sus muy conocidos atropellos a los derechos humanos y su imposición de cambiar la fecha habitual del torneo, en el 78 hubo muchas críticas por permitir que el Mundial se jugara en un país donde, entonces, se practicaban el terrorismo de Estado y la tortura. Hubo manifiestos y oposición en muchos lugares del mundo. Pero es obvio que, donde los dólares y las influencias mandan, la máxima entidad del balompié solo obedece. Y, en los trámites, sus dirigentes se forran de dinero sucio con sus decisiones arbitrarias e inexplicables. La lección: La FIFA ha sido muy corrupta desde siempre. Corruptísima. Y con impunidad. Lo cual implica que seguirá igual de podrida por los siglos de los siglos, y tal vez solo cambie cuando Guatemala logre clasificarse al Mundial, es decir, nunca.