No queda bien parado el Tribunal Supremo Electoral (TSE) en el episodio de la adquisición, hasta ahora fallida, del nuevo sistema tecnológico para las próximas elecciones. El proceso fue innecesariamente opaco. Casi como diseñado para “pasar de noche”. Y en algo tan delicado y tan oneroso, se precisaba de una transparencia total. ¿Cuánta gente se habrá enterado de que estaba abierta una convocatoria para presentar propuestas en tal sentido? Si la pasada administración del Tribunal falló en el tema de la transmisión de datos, ¿cómo entender que las actuales autoridades no repararan en la importancia de publicitar, debidamente, que estaban en camino de renovar el procedimiento informático? ¿Será que alguien los asesora en materia de opinión pública? ¿O es que el TSE ya se sumó a las entidades estatales a las que no les importa lo que piense la gente?
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De no haber sido por la voz de alerta emitida por varias organizaciones de la sociedad civil, posiblemente este negocio ya estaría más que cerrado. De hecho, con todo y el comunicado que pedía dar marcha atrás en esta compra, los magistrados insistieron en que “todo estaba en ley” y que, por tanto, seguían adelante. Hablo de una transacción de Q606 millones en la que, según trascendió, iba a beneficiarse a la empresa cuyo representante legal es un exviceministro de este gobierno, lo cual solo incrementa las dudas ya existentes y abre el catálogo para las especulaciones.
Incluso, después de rechazar a ese único oferente que se disponía a venderles el servicio y los equipos, los magistrados muestran un precario manejo de algo que, en su posición, es fundamental. Obviamente, me refiero a la credibilidad. Esa misma que no supieron defender cuando a dos de sus integrantes los señalaron, con pruebas, de haber incluido en sus hojas de vida para postularse al puesto un doctorado aún no certificado por la universidad donde lo habían cursado. Ignorar tal cosa los hizo quedar mal a todos. Y los marcó, desde sus inicios, con un asterisco de suspicacia.
Si el TSE no inspira la mínima confianza, cualquier acusación en su contra puede prosperar, aunque esta carezca de argumentos sólidos. Cabe recordar la narrativa de fraude lanzada irresponsablemente por grupos desestabilizadores en las pasadas elecciones. Hubo muchos que se la tragaron, pese a que no había elementos como para sospechar de ello.
Es cierto que la mayoría de la población no vislumbra en las votaciones del año entrante ningún resquicio de esperanza. Se sabe desde ya que, gane quien gane, cambios no habrá. Basta ver las fotografías que circulan en redes sociales de los potenciales candidatos al lado de impresentables exfuncionarios. Pero más allá de eso, los magistrados tienen la obligación no solo de solventar la logística electoral de junio de 2023, sino de hacerlo con el decoro que corresponde.
Es alentador que la nueva presidenta del TSE, Irma Palencia, se haya estrenado en sus funciones con una actitud abierta hacia los medios. Sin embargo, preocupa mucho que en la conferencia de prensa en la que informaron que rechazaban esa única oferta que la junta receptora estaba evaluando en el tema tecnológico, más que aclarar dudas, sembraran otras.
Si el Tribunal Supremo Electoral pretende salir airoso de la enorme responsabilidad histórica que asumió, está obligado a mejorar la manera de comunicar sus pasos y de transparentar sus procesos. Que la garantía de sus acciones se manifieste no solo con el mejor equipo de cómputo disponible, sino, sobre todo, por medio de gente capaz y comprometida con la ética. Asimismo, entre otros aspectos, hoy más que nunca urge de un manejo fino y certero en sus monitoreos de campaña anticipada para no incurrir en favoritismos burdos o en acciones que sugieran “dados cargados” contra algunos aspirantes.
Los ojos de la prensa y de la sociedad civil están enfocados, con recelo, hacia el actual TSE. De sus máximas autoridades depende que esa visión cambie.