¿Cuándo importa la vida privada de un funcionario público? La respuesta debería de ser fácil. Pero no siempre lo es. En realidad, lo que haga un presidente, un ministro o un alcalde en su tiempo libre no tendría que ser de la incumbencia de la gente. Salvo excepciones, que siempre las hay. Escribo esto a partir de los videos filtrados en redes sociales de la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, en los que se le ve bailando en una fiesta durante sus vacaciones de verano. Esto ha desatado polémica en ese país nórdico, hasta el punto de que la joven titular del gobierno, de apenas 36 años, se ha sometido voluntariamente a un test de consumo de drogas, cuyo resultado demostró que no hay rastros de ninguna sustancia de ese tipo en su organismo. Diferente es la situación del aún primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, que va de salida del puesto como consecuencia de un par de reuniones festivas, en plenos días del confinamiento por la pandemia, celebradas en la residencia oficial de Downing Street. Ahí la cosa cambia. Era noviembre de 2020. Las medidas de encierro y aislamiento vivían su fase más severa. Es decir: Johnson infringió una disposición que él mismo le había impuesto a sus gobernados. Tanto en su caso como en el de la primera ministra finlandesa estamos hablando del primer mundo. Y en ambos, los desenlaces pintan a ser distintos.
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Hoy día, por las facilidades que pone a disposición la tecnología, es muy fácil grabar a cualquier persona en el lugar que sea. Incluso sin mala fe, un amigo puede “viralizar” un sarao del diputado más circunspecto y honesto, en pleno jolgorio mientras se divierte en su casa. Eso no debería causarle problemas. Sin embargo, tales escenas suelen ser motivo de burla y de crítica, muchas veces bajo el argumento de que “mientras la gente atraviesa momentos tan difíciles, los del gobierno solo comen y beben”.
Cambia todo cuando la vida privada de quienes desempeñan los cargos en el Estado influye en sus decisiones como servidores públicos. Si un presidente se toma unos vinos de vez en cuando, no pasa nada. Pero si del desayuno a la cena se la pasa borracho, la situación cambia. No es ningún secreto que más de alguno de los que deambularon como mandamases por Casa Presidencial han abusado del licor en plena jornada laboral. En su momento, una denuncia documentada que se hubiese centrado en el alcoholismo del jefe del Ejecutivo pudo perfectamente ser un titular de prensa, sin que eso lesionara la intimidad del funcionario ni demeritara éticamente al medio que la publicara. Pero en Guatemala el tema va mucho más allá, sobre todo en estos tiempos en que no existen instituciones confiables para dilucidar si se cometen abusos en las fiestas de quienes nos gobiernan.
Es una pena que la Ley de Ciberdelincuencia no haya sido hecha con esmero legislativo en la procura del bien común. Es necesario regular este tema y no tanto por quienes hoy ocupan las oficinas de los tres poderes del Estado, muchos muy proclives al cinismo y al “qué me importa”, sino por los ciudadanos comunes que son víctimas de espionajes y seguimientos ilegales. En estos tiempos, es fácil viralizar en redes sociales conversaciones o episodios personales de los enemigos políticos, que nada tienen qué ver con su desempeño como activistas o como opositores, pero que filtrados en contextos malévolos pueden arruinar reputaciones e imágenes en un santiamén.
La historia del video en que la primera ministra finlandesa aparece bailando debe ser analizada con cuidado por quienes manejan opinión pública. A mi criterio, ella tiene todo el derecho de divertirse durante su tiempo libre, sin que ello haga suponer que no es capaz de dirigir los destinos de su país. Otra cosa sería que se exhibiera en situaciones bochornosas en pleno ejercicio de su alta investidura. O que, al reunirse con sus amigos, lo hiciera violando la ley, tal como le ocurrió al jefe del gobierno británico. La vida privada de cualquiera se respeta. Nadie tiene derecho a meterse en lo que alguien más haga adentro de las paredes de su casa, aunque el personaje sea público. Pero, claro, salvo excepciones, que siempre las hay. Como cuando un diputado golpea escandalosamente a su mujer y los vecinos se percatan, o si un alcalde dispara al aire en medio de una parranda y uno de los tiros termina matando a alguien. No digamos si en la fiesta de cumpleaños de un ministro se usan recursos de la cartera que dirige para agasajar a los invitados o si para celebrar la graduación de la hija de un presidente se paga el festejo con fondos provenientes de la corrupción. Eso ya no es vida privada. Es descaro. Y eso no tiene defensa alguna.