Cuando Guatemala empezó su proceso democrático, en 1985, se esperaba que el fin de la dictadura militar iba a traernos progreso, paz y libertad. Se pensó, con ilusa ilusión, que el espíritu de aquellos tiempos se multiplicaría en los liderazgos del país y que, sin pretender perfecciones, tendríamos en 20 años una sociedad pacífica, más educada y con mayores posibilidades de desarrollar nuestra economía.
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Derrotar a la pobreza y lograr la inclusión de los grupos por siglos marginados eran, asimismo, parte de los grandes objetivos. Se recorrió camino a partir de entonces. La libertad de expresión se consolidó en un proceso gradual, pero consistente. Tanto en lo privado como en los medios de prensa se perdió el miedo a criticar a los poderosos.
Poco a poco, la gente se atrevió a cuestionar a sus autoridades y a expresar sus ideas sin temor a represalias. Las páginas de opinión en los diarios se poblaron de variopintos y diversos puntos de vista. Las noticias evolucionaron de la simple nota informativa, a la historia que proporcionaba elementos para interpretar mejor la realidad.
Los debates en la radio se posicionaron como un episodio cotidiano. Hubo programas televisivos con agudos análisis que daban para la reflexión. El periodismo investigativo se volvió personaje entre los lectores. Con tropezones y excepciones, que siempre hay, íbamos bastante bien en materia periodística. De hecho, aun con lo vivido en días recientes, lo antes enumerado sigue vigente en los medios tradicionales y en los alternativos. Vigente, pero en peligro. Y la razón principal para considerar en riesgo que la prensa siga siendo un punto de equilibrio en nuestra amenazada democracia, radica lamentablemente en una sola palabra.
Una sola palabra que, si se instala otra vez en el sentir colectivo, puede concretar el regreso a los tiempos más oscuros de la historia del país. Esa palabras es “miedo”. No hay salud mental posible para una sociedad, si lo que rige sus conciencias y sus actos es el temor. Un temor que surge de otra palabra nefasta: terror. Terror judicial. Terror violento. Terror económico.
Es oportuno recordar un par de momentos en los que la prensa ha jugado un papel decisivo para salvar al país de inminentes debacles. Uno, el “serranazo”. Otro, “el jueves negro”. Ambos representaron desafíos muy serios para la ruta emprendida en 1985. Sin los medios de comunicación y los periodistas actuando como defensores del proceso, ambos incidentes pudieron ser fatales para nuestras aspiraciones democráticas.
Hoy se vive un ataque frontal y descarado contra la libertad de expresión. Sea en forma de dudosos procesos judiciales, de intimidaciones directas o de advertencias de extrangulamiento financiero, la afrenta es evidente. Los perpetradores de estas acciones cavernarias actúan sin rubor. Incluso, con alarde. El colmo es que hasta cuentan con adeptos que, confundiendo peras con manzanas, o bien haciendo de acomodaticios cómplices de la barbabrie, se rasgan las vestiduras defendiendo el estricto cumplimiento de la ley, como si no fuera por medio de esa misma ley, pero retorcida, con que se está destruyendo lo poco que se mantiene en pie de aquel sueño de hacer de Guatemala un país más respirable.
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Es el momento de que los liderazgos serios y honestos del país se reunan a hablar para intentar entederse. Fue un error, desde siempre, subestimar la corrupción como un cohesionador tan efectivo. Solo con lucidez, coraje y buena voluntad podrá impedirse que el silencio llegue al río. El silencio como sangre. La sangre como mordaza.
Admito, sin embargo, que tal vez ya estemos a destiempo como para detener esta inercia mafiosa. El escenario a la vista no es alentador. Carecemos de madurez suficiente como para vislumbrar, con suficiente claridad, lo que significa un Estado criminalizado. Ese que Moisés Naim decribe como aquel en que “los delincuentes no están fuera del gobierno tratando de influir en él, sino que el criminal es el mismo gobierno”. El razonamiento de que “aquí siempre ha sido igual” no es aceptable para una crisis como la que enfrentamos. De verdad pueden ser graves las consecuencias si no se encara esto. Como dice esa canción de Perales que nunca me gusto: “Quizá para mañana sea tarde”.