Opinión

"Vivir sin esperanza"

"No le temo a volver a la barbarie de los tiempos del conflicto armado. Le temo a algo que, a su manera, puede ser hasta más nefasto."

¿Qué sucede cuando se pierde la esperanza? Ocurre que ya no se lucha por nada. Que ya no se cree en un futuro mejor. Que da lo mismo esto o aquello. Así se encuentra Guatemala ahora. Y eso explica que la gente, aunque esté harta, no mueva un dedo para corregir el destino que se nos impone. La desilusión crea rechazo. Y también mediocridad. La filosofía del “yo vivo mi vida y salgo adelante como puedo” es lo que impera. Se critica el abuso permanente de quienes detentan el poder. Pero no se pasa de ahí. El día a día nos marca con su implacable ritmo y nos asfixia. Vemos venir la debacle con una serenidad pasmosa. La desidia nos gana y nos lleva a la lona antes de empezar la pelea. Entrevistado por “El País”, el filósofo Peter Sloterdijk se refiere a las sociedades donde ninguna promesa se cumple y sintetiza la idea con estas palabras: “La alternativa a la decepción es la resignación”. Eso percibo aquí: una resignación iracunda, pero amaestrada. Una resignación dispuesta a perpetuarse en un falso sentido de sobrevivencia.

Si al vecino se le desploma la casa, pobre él. Mas como no es problema nuestro, que vea cómo sale. A lo sumo nos solidarizamos con su desgracia y lo comentamos en familia. Sin pasar de ahí. Porque “pasar de ahí” implicaría determinar el porqué de esas paredes caídas. E indagar acerca de los orígenes de semejante desastre nos obligaría a hacer algo. A no ser pasivos frente a la tristeza ajena. A fijar posición. Nada de eso se da cuando la esperanza no existe. ¿Alguien cree de verdad que el proceso para elegir al próximo fiscal general llegará a buen puerto? Si hay alguno que aún espere ese milagro, lo admiro. Incluso con la vigilancia ciudadana, la trampa debe estar ya muy bien montada. ¿Habrá quienes esperen todavía que haya nuevas caras y propuestas renovadas en las elecciones de 2023? No veo por dónde. Sin embargo, los riesgos de que el populismo atroz se cuele por las urnas está más latente que nunca.

Se ve poco probable que, como sociedad, logremos dibujar de nuevo la esperanza en la cara del provenir. Es conmovedor ver que, pese a las amenazas y a las tragedias, miles de migrantes sigan intentando marcharse hacia el Norte. Lo hacen precisamente porque aquí ya no esperan nada. Y así, a miles de kilómetros de sus hogares y después de poner en peligro sus vidas, logran hacerse de esa esperanza en Estados Unidos.

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Aquí, mientras tanto, los seres más abominables y tenebrosos se empeñan en desmantelar las instituciones y en proclamar al cinismo como el gran protagonista de la cotidianidad. El sicariato judicial se ejerce con descaro. La vergüenza se perdió. Y ese síntoma sugiere el hundimiento definitivo del sistema. Sin una justicia medianamente respetable no hay país. Por más que nos afanemos en hacer análisis y diagnósticos. Por más que nos vanagloriemos de ser a los que nos va menos peor en la región. Por más que gritemos a los cuatro vientos que aún no somos Nicaragua.

La ruta parece trazada para que, en el corto plazo, el infierno se instale ya sin ningún pudor. Muchos no se sentirán amenazados por ahora. Y por ello seguirán sus vidas con esa mediocridad inofensiva que no daña a nadie aunque nos perjudique a todos.

La admirable faena de sobrevivir nos consume. El transcurrir del tiempo solo sirve para darle trabajo al reloj, pero no para que ese reloj camine hacia tiempos mejores. Es sumamente triste ver que Guatemala, ese lugar entrañable donde la eterna primavera solo ha podido ser efímera, tenga que conformarse con el incesante invierno de la impiedad. La acumulación de derrotas cansa. Por eso es que tantos que no aguantan la ignominia prefieren irse. Y cada vez serán más. Hasta que el dique ya no aguante y el agua se desborde irremediablemente.

No le temo a volver a la barbarie de los tiempos del conflicto armado. Le temo a algo que, a su manera, puede ser hasta más nefasto. Le temo a la condena de condenarnos a vivir sin esperanza y a que ni siquiera lleguemos a percatarnos de ello para tratar de hacer algo al respecto. Vivir sin esperanza es casi lo mismo que morir.

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