Opinión

"Un ministro equis"

"Gracias a Dios, aquí no es Inglaterra”, dice para sus adentros el flamante funcionario."

Llega el ministro a su casa después de firmar el gran negocio. Va feliz por los millones. Siente que ya la hizo. Sabe que, con la impunidad reinante, no habrá justicia que le pida cuentas. A lo sumo habrá algunos reportajes de prensa que lo señalarán por la maniobra. La vergüenza pasará. Si es que alguna vez llega. Y el dinero, como ocurre en estos casos, en su casa quedará. El ministro entiende que, de un plumazo, aseguró a sus próximas dos generaciones.

No se imagina tantos billetes juntos. Aunque ahora le toque pensar en buscarles un lugar seguro y, digamos, discreto. Todo está cuadriculado. Y sus cómplices son peces gordos. De todo tipo. De los de siempre y de los que emergen. Abre la gaveta de su escritorio y busca unos papeles. Su esposa, que recién arriba, le ofrece un whiskey para brindar. Sus hijos, aún adolescentes, arman fiesta para esta noche. No con el fin de celebrar la jugarreta de su padre. Aún no están totalmente al tanto. La parranda es porque ahora hay “junte” un día sí y un día no. En esa casa ya no hay pandemia. “Gracias a Dios, aquí no es Inglaterra”, dice para sus adentros el flamante funcionario. No quisiera estar en los zapatos de Boris Johnson. Y entonces se toma de un trago el whiskey que tenía en la mano. Sigue buscando los papeles en la gaveta de su escritorio. Son los apuntes que consignan la “movida”. Esas soñadas cuentas en las que fantaseó con la suma que podía quedarle luego de la repartición. Esos números se los conoce de memoria. Pero se regocija ansiosamente cada vez que los ve. Por alguna razón no encuentra esa hojita suelta. Lo que sí halla, sin querer, es una vieja foto de sus años de juventud. Ahí se ve universitario y con pelo. Ropa sencilla y discurso fogoso. Eran los años en que hablaba pestes del gobierno de turno y repudiaba todo lo que oliera a corrupción. No siente nostalgia por aquellos días. Jamás quisiera volver a andar en camioneta ni a ver con ojos de angustia que el fin de mes todavía está lejos.

Su esposa aparece con el segundo whiskey de la velada y lo insta a contarle cómo concretó “el gran paquete”. Él, gustoso, le cuenta y se jacta de su audaz desempeño. Le dice que se corrieron ciertos riesgos porque un periodista, al que califica de “metiche”, andaba rondando el desenlace del convenio. Eso lo intranquiliza por momentos, le confiesa. No deja de ser latoso que se revele semejante desfalco. No por la vergüenza, queda claro. Solo “por si acaso”. Los pinches gringos y sus listas Engel que inquietan a algunos de sus “socios”. No a él. Se percibe inmune a esa sanción, por el momento. Suena su teléfono. Es otro ministro; de los pocos que no están en “la jugada” del saqueo. Prefiere no contestarle. Ya habrá gabinete la próxima semana. Entra a la sala su hijo mayor. Con apremio lo insta a ver CNN porque hay algo “que puede interesarle”. Enciende la tele y cambia canales. Antes de sintonizar la cadena estadounidense se cruza con una nota local. Se queda viéndola. Es un exministro que comparece ante un juez. Sobran los indicios de que era el regente de una caleta gigantesca. El acercamiento de cámara muestra al procesado con un semblante sereno. Casualmente, lleva cabestrillo en el brazo izquierdo. Es moda habitual entre quienes son trasladados a un recinto judicial.

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La noticia, aunque perfectamente sabida en sus círculos cercanos, le deja un resquicio de duda. “¿Y si los gringos llegaran a actuar?”, se pregunta con temor. Y los fantasmas de verse esposado en medio de un operativo le amarga un tanto su tercer whiskey. Ve de nuevo la foto de sus años mozos. Lanza una carcajada. La siguiente historia del noticiero es acerca de la creciente pobreza en América Latina. Las imágenes son de desoladora precariedad. Muchos migrantes. En el fondo sabe que, con el fraudulento negocio que hoy firmó, a quienes más les ha robado es a gente como la que se muestra en el reportaje. Entonces recuerda que era CNN lo que quería ver. Oprime los botones de su control. Ubica la cadena. Es un alivio para él que a Biden le esté yendo tan mal. De todas maneras, teme que en los próximos meses se levante. Lo cual sería una pesadilla. A él y a su gente les urge que vuelva Trump. Por lo menos, eso creen.

Apaga la televisión. La fiesta de sus hijos ya empezó y es hora de ir a lucir su poder con los amigos adolescentes que ya protagonizan el bullicio de esta noche. Lo hará sin mascarilla. Total, en esa casa ya no hay pandemia. Menos con los millones que le tocará trasladar mañana a ese “lugar seguro y discreto”. Con tanto dinero, piensa, ya ni el Covid podrá con él. Es común creerse súper hombre cuando, de un plumazo, se asegura a las próximas dos generaciones de la familia. No se trata de un caso tan extraño. Es solo un ministro equis.

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