Me llamó una amiga a quien hacía mucho no frecuento. Quería pedirme un consejo. Yo no entendía muy bien qué clase de consejo podía darle, considerando que desde hace tanto no nos veíamos. Veinte años, quizá. O tal vez más.
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Fue en su casa la reunión. Tarde al aire libre en un jardín sin tacha. Café y galletas sobre la mesa. No tardó nada en abordar el tema. Su interés: participar en política. Un familiar suyo lo hizo con cierto éxito en los 80. Siglo pasado. Tiempos diferentes a estos tan escabrosos, pero igual de turbios en otros aspectos. “Quiero ser candidata”, me dijo. “Yo seré la primera mujer en llegar a la presidencia de Guatemala”. Ni siquiera parpadeaba al hablar. Había convicción en sus palabras. Me sorprendió. Y mi reacción, atónita seguramente delató lo que primero se me vino a la cabeza. Es decir, que no le veía ni la más remota oportunidad de ganar una elección, por lo menos a corto plazo.
Empecé a estudiarla. Abogada. Cuerpo de gimnasio. Modelitos de marca. Le va bien. Entiendo ahora por qué quiso volver a verme. En su mente, por ser yo periodista, creyó que podía darle un panorama de sus posibilidades electorales. Lógico. Pero no soy la persona que esperaba encontrar. Total, siendo ella unos diez años menor que yo, no descarto que también me buscara apostando a que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Sigo sin saberlo. Le advertí que la anécdota era ideal para escribir una columna. Le encantó la idea. Sin que yo se lo pidiera me autorizó a reproducir nuestra plática, siempre y cuando guardara su anonimato. Ahí empezó a ponerse interesante aquella sesión de sábado. Tímido como soy, no me atreví de entrada a ser categórico en mis comentarios. Pero, al segundo café y después de conversar buen rato acerca de los despojos institucionales de este país que se nos cae a pedazos, me animé a formularle varias preguntas. ¿Por qué quería ser presidenta? ¿Para escribir su nombre en la historia como una visionaria estadista? ¿Para acabar con la obscena corrupción que nos devora como piraña insaciable? ¿Para subirse a una montaña rusa y jugar un rato a ser protagonista? ¿Para saciar su ego? ¿Para imitar a su pariente que anduvo en campaña décadas atrás? ¿O acaso para hacerse archimillonaria, a la mala, como sucede con casi todos los que buscan el poder? Sus respuestas fueron las obvias. Ella asegura que su objetivo es ayudar a los pobres a salir adelante. Dejar un legado. Odia los negocios turbios. Dice que no le gusta figurar. Que el nombre de su tío, el político, solo lo usaría como trampolín inicial. Y que dinero no necesita. El libreto al pie de la letra.
Seguí indagando acerca de su formación. Los pergaminos le sobran. Académicamente, es sólida. Dice que tiene experiencia en el Estado, porque pasó por un ministerio. Cree que puede con los sindicatos. No le teme a las mafias que controlan los grandes negocios. Y sostiene que en el gobierno lo que falta es gente que se atreva “a salirse de la caja”. El discurso le sale bien. Y sugiere ciertos alcances, hasta que admite que, en el medio, es una ilustre desconocida. Que aunque haya un partido que la corteja para lanzarla, su nombre no está posicionado.
Es la hora de ser franco: No le veo futuro a sus aspiraciones. La siento desinformada de lo que realmente significa llegar a la primera magistratura del país. Y percibo que, sin disimulo, es un ego desproporcionado el que domina sus ambiciones. A medida que avanza en su relato, se vuelve demasiado evidente que, más que “ayudar a los pobres a salir adelante”, lo que en verdad sueña es verse en vallas y arengar desde una tarima con los reflectores enfocados en su cuerpo de gimnasio y sus modelitos de marca. Esa es mi conclusión.
Aquella serena tarde de sábado, en la que conversamos rodeados por un jardín sin tacha, difícilmente se repetirá. Ella fue bastante clara en cuanto a que no le apetece verme de nuevo. Sin embargo, nos despedimos con suma cordialidad. Y no siento haber perdido del todo mi tiempo. El país no necesita de gente que haga política solo por saciar su sed de protagonismo. Guardar el anonimato de esta abogada me da la tranquilidad para escribir la columna. Ese fue el trato. En realidad, aún me quedo corto a la hora de describir sus delirios de grandeza. Mejor que se quede donde está. Ese fue mi consejo de “más sabe el diablo por viejo”. Total, ahí le va bien. La política es un oficio de tiempo completo. Y la de Guatemala necesita gente dispuesta a jugársela por las futuras generaciones, no turistas sin visión de Estado ni ególatras que solo sueñan con verse en vallas y arengar en tarimas. De esos ya tuvimos demasiados. Incluso algunos que por veinte años o más dicen que se preparan para ocupar la presidencia.