Opinión

"Desventura de la vida; vida desventurada"

"Una silueta acrobática se me cruzó por enfrente y sentí que algo horrendo había estado a punto de suceder."

Iba yo conduciendo por la zona 10. Segunda semana de enero. Tráfico a medio gas. Ambiente frío. Vi el reloj en el tablero de mi carro: las 6:42 de la tarde.

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La noche empezaba a caer. Era esa peligrosa hora en la que algunos automovilistas encienden sus luces y otros se olvidan de que oscurece. Hice el alto en la esquina y me cercioré de que podía avanzar. Oprimí confiado el pedal derecho. Llevaba cierta prisa y quería alcanzar el verde del semáforo para atravesarme la Diagonal 6. Pero en una milagrosa centésima de segundo decidí acatar una corazonada: Frené de golpe; no seguí. El instinto me detuvo por la misteriosa piedad del destino.

Una silueta acrobática se me cruzó por enfrente y sentí que algo horrendo había estado a punto de suceder. Un motorista lograba, por milímetros, eludir el empellón de mi carro. Una ráfaga fantasmal a la que nunca vi. Un espectro en dos llantas que transitaba sin el faro delantero prendido.

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Recordé entonces el relato mil veces contado en el que, aunque uno no haya sido el responsable, instantes después de atropellar a un motorista resulta rodeado por varias personas surgidas como de la nada que exigen sin miramientos la inmediata aceptación de la culpa.

Las pulsaciones cardíacas galopaban por mi pecho con trepidante agitación. Por mi mente desfilaron veinte escenarios de horror, de los cuales fue uno el que más me inquietó: De haber arrollado al motorista, como mínimo le hubiese causado un politraumatismo severo. Por la velocidad que él traía, hasta pude haberlo matado. Todo aquello me perturbó el estrés y sentí que el estómago se me desfundó. Mis manos temblaban.

Aunque el susto había sido mayúsculo, seguí mi ruta. Debía llegar a las 7 a un lugar. Dos cuadras después, ese mismo semáforo al que tanto quería ganarle el cambio de luces me dejó, íngrimo y solo, al lado del motorista al que, segundos antes, casi había atropellado. La agresividad de aquel hombre se percibía incluso con el vidrio de por medio que había entre los dos. Iba sin casco. Llevaba una mochila de entrega en la parte posterior. Se le notaba la ansiedad y era obvio que le molestaba estar cercado por el tráfico. Yo, indignado por su imprudencia y agradecido porque el incidente no había pasado a más, no me atreví a reclamarle. Pero el semáforo se demoró más de lo esperado, por lo cual decidí advertirle que iba sin luces. Dudo mucho que él se haya percatado de que era yo a quien acababa de sortear con una maniobra felina. O tal vez sí estaba consciente de que recién se había salvado de morir, embestido por mi automóvil. Eso no lo sé ni lo sabré nunca. Pero cuando le dije que ya era momento de que encendiera su faro, la respuesta fue categórica y brutal: “No tengo dinero para reparar esa luz y hay necesidad de mantener a la familia. Mucha necesidad”. Su tono sonaba entre dolido y ansioso. Aun alcancé a indicarle que, a esa hora, ningún automovilista iba a verlo en semejante oscurana y que era demasiado peligroso transitar así. El verde del semáforo lo sacó de mi vista en un parpadeo. Se atravesó la Diagonal 6 como un bólido. Era notorio que debía hacer la entrega lo antes posible. La manera en que aceleró delataba la prisa que lo asediaba.

Su respuesta me sorprendió. Al continuar mi camino procuré recuperar el aliento. Manejé más despacio de lo habitual. De haberlo embestido, pensé, yo habría salido sumamente perjudicado. Difícilmente me hubiera librado de pasar la noche en la carceleta y hasta me hubiese tocado correr con los gastos de su hospitalización o de su funeral, y con los daños y los perjuicios que este tipo de percances conllevan. Pero él, ese motorista fantasmal que presionaba su manubrio desafiando la penumbra de las 6:42 de la tarde en una fría calle de enero, tal vez habría salido muerto luego de aquel episodio que, por fortuna, no ocurrió. He visto infinidad de vehículos que, en horas ya muy nocturnas, van y vienen por la vía sin las luces encendidas, o bien con un solo silbín medianamente prendido. No hay autoridad que termine con eso. Y así como ese hombre al que pude haber arrollado, y que justificó su imprudencia en que “no tenía dinero para reparar el faro, pero sí una familia que mantener”, ha de haber miles. Todos los que conducimos estamos expuestos a esta clase de accidentes. Y lo estamos en un país en el que la justicia no funciona ni siquiera para conflictos como este. Yo, por lo menos, pago una póliza que me cubre. ¿Y los que no? Seguramente son los que huyen. Es terrible tan solo imaginarse lo grave que pudo haber sido.

¿Seguirá haciendo entregas nocturnas ese hombre al que no le alcanza para reparar el faro de su motocicleta y que, en esas condiciones, debe mantener a su familia? ¿Hubo algún retén en el que, sin pedirle mordida, lo hayan multado para disuadirlo de comprar la bombilla averiada? ¿Estará vivo aún ese ser fantasmal al que por poco me llevo por delante en una lúgubre esquina de la zona 10?

Qué terriblemente duro hubiese sido para mí pasar la noche en la carceleta y quedar fichado en tribunales por una historia tan injusta, causada por un tercero. Y aclaro que la injusticia nos habría abarcado a ambos. A mí, por una desventura de la vida; a él, por una vida desventurada.

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