Opinión

"La iluminada paz de suavizar el instante"

No postergar las reconciliaciones. Esa debería de ser una de las máximas innegociables de la vida. No prolongar los disgustos. No dejar sin resolver aquello que tiene solución. Sobre todo en días como los que corren. Y no me refiero únicamente a la temporada navideña. Estamos en pandemia. Hoy respiramos; mañana, quién sabe. Con los seres entrañables, cualquier minuto perdido es algo que después se lamenta. Precisamente, cuando ya es demasiado tarde. Cuando ya no es posible expresar lo que tantas veces se calló, porque el tiempo supuestamente sobraba. Cuando no se indagó en los dolores emocionales del otro, por el temor a un mal momento. Y que, al no hacerlo, se incurrió en la sucesión de “micro instantes de dolor”, que solo sirvieron para desgastar cotidianamente esas conflictivas relaciones. Las mismas que, tras una franca charla, a lo mejor hubiesen sido restaurables.

Estar en paz. Eso que se lee fácil, pero que tanto nos cuesta a los seres humanos. La paz es una forma de amor. Tal vez la más noble. Darle paz al prójimo pasa por respetar a los demás, como una devoción ética. Recuerdo las primeras líneas de aquella hermosa canción del grupo Canto General: “Te regalo una paz iluminada”. Me entusiasma mucho la idea de una luz que se surta por medio de la serenidad. Esa que nos alivia los hostiles vaivenes del trato diario. Esa que comprende en vez de atacar. Esa que pregunta antes de levantar el dedo acusador.

También viene a mi memoria el poema de Alberto Masferrer, cuya parte medular dice así: “Hazme suave el instante. Mañana, esta noche tal vez, he de partir. Y será para no volver. Para no volver jamás”. ¿Por qué si algo puede arreglarse por las buenas, ha de arruinarse por las malas? ¿Qué cuesta domar nuestro ego durante unos minutos e interesarnos por los anhelos de quienes decimos amar? ¿De qué sirve proclamarnos militantes de la armonía mundial si cuando estamos en casa somos incapaces de sosegar nuestra ira? Hacer suave el instante es una idea que encaja en cualquier sociedad que se precie de ser medianamente sensata. Quien amarga a sus compañeros de hogar o de oficina termina amargándose más a sí mismo. Ser groseros con los que no pueden defenderse nos equipara con los verdugos y nos hunde en un lodazal. El lodazal del destino. Ese que se vuelve laberinto de rencores y que, cuando menos se espera, regresa en su versión de venganza. Escucharnos es una virtud en desuso. Preferimos viralizar contenidos fatuos y hasta desestabilizadores antes que prestar oídos a los sentires de quienes nos rodean. Y en esa incomunicación deliberada y mecánica nos decantamos por la comodidad de lo intrascendente o por el morbo del chisme.

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La Navidad se presta para que aquel que ha fallado como padre intente reivindicarse. No digo con regalos. Mucho menos con espejismos. Un padre que no ha sabido responderle a sus hijos puede recuperarlos cuando se compromete a no dejarlos nunca más. Y, fundamentalmente, cuando cumple su palabra. En los núcleos familiares siempre ocurren fallas que nos conducen hacia la disfuncionalidad. Hay agresiones, a veces involuntarias, que van construyendo dinámicas enfermas. Y ese daño, que se acumula con el pasar de los años, nos encarcela en las tinieblas del resentimiento. Sanar esas heridas no es sencillo. Casi siempre precisa de un mediador profesional. Un psicólogo o un psiquiatra. Hablo de los expertos en la salud mental; esa salud para la que rara vez hay dinero suficiente. Esa salud que, con frecuencia, nos da vergüenza admitir que va mal. Esa salud que al Estado no le interesa cultivar ni proteger.

Conviene doblegar ansiedades que minan nuestra alegría. Es útil desligarse de la obsesión por controlar todo. Y admitir nuestras fallas. Asumir nuestros resbalones. Aceptar nuestras debilidades.

No postergar las reconciliaciones. Respetuosamente, eso me permito recomendar en estos agitados días. Y lo sugiero no solo porque es Navidad. Lo hago especialmente porque estamos en pandemia. Hoy respiramos; mañana, quién sabe. Hagámonos suave el instante. Prodiguemos amor en forma de serenidad. Regalémonos hoy una paz iluminada.

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