Opinión

"La verdadera historia triste"

"La gente no solo migra para buscar trabajo. La gente huye de aquí porque ya no tiene esperanza. La gente ya no ve que haya futuro en esta tierra."

¿Habrá alguna historia más triste que la del accidente en Chiapas en el que murieron 56 migrantes? Sí: la de sus familias. Son las historias de la aterradora incertidumbre que, a medida que pasan los días, se vuelve la más amarga pesadilla. Es devastadora la imagen de quienes se aferran a un hilo de esperanza, sin que en el fondo haya esperanza de verdad. La defunción certera de un ser querido es horrible, pero permite empezar el duelo. Solo sabiendo a ciencia cierta que alguien se nos ha ido para siempre somos capaces de procesar una pérdida. Antes no. Hoy se cumple una semana de la tragedia y el desasosiego se ha vuelto un engorroso papeleo sin papeles. Es la burocracia lidiando con el anonimato. Porque los que migran ni siquiera alcanzan el derecho de portar una identificación. Se van con la ilusión de un futuro prometedor, pero muy claros de que en el camino pueden terminar como XX. Y es tal su desesperación que aun así deciden marcharse. ¿Puede alguien ser indiferente ante tanta desolación? Quisiera creer que no. Pero sí se da. Y mostrar frivolidad hacia este interminable drama nos degrada como personas. A veces uno cree que la tristeza no sirve para nada. Y es cierto: la tristeza no repone lo que perdemos irremediablemente. Tampoco nos soluciona las turbulencias aciagas propias del destino. La tristeza solo tiene sentido y solo aporta algo, cuando nos recuerda que somos humanos. Cuando nos recuerda que podemos sentir empatía frente al dolor de los demás. Cuando nos recuerda que debemos mejorar este mundo para que la tristeza evitable no nos visite con tanta frecuencia.

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El fatal accidente de ese tráiler con migrantes tendría que obligarnos, como mínimo, a detenernos un instante a meditar acerca de la fragilidad de la vida. Una fragilidad que nos vincula a todos. Una fragilidad que, al comprenderla, debería ser suficiente como para cuidar cada palabra que decimos, cada palabra que pensamos y cada palabra que callamos. Jamás tendríamos que emitir palabras manchadas de odio. Tampoco pensar palabras que solo pretendan ofender la dignidad de otro. Y nunca callar aquellas palabras que puedan enaltecer a un semejante, o darle aliento a los alicaídos de siempre.

Esta tragedia de Chiapas debería pesarnos en el alma y golpearnos en lo más hondo de nuestras conciencias. Eso, si aún nos queda alma y si todavía guardamos alguna capacidad de tener conciencia.

Son muchas las familias que en estos días han padecido la peor incertidumbre imaginable. Esa que se resume en las consabidas preguntas de la angustia. ¿Habrá ido mi ser querido en ese furgón? ¿Será acaso una de las víctimas mortales? ¿Estará gravemente herido? Para luego pasar las preguntas de la angustia de la etapa siguiente. ¿Cómo consigo dinero para ir a identificar a mi muerto? ¿Cómo haré para traer sus restos de vuelta? ¿Cómo pagaré la deuda con el coyote?

La gente no solo migra para buscar trabajo. La gente huye de aquí porque ya no tiene esperanza. La gente ya no ve que haya futuro en esta tierra.

Y eso viene configurando una narrativa de dolor desde hace décadas. Décadas en las que no hemos logrado construir las instituciones necesarias para hacer del país un lugar decoroso para vivir.

Hoy hace una semana ocurrió este infausto accidente. Todavía es un ocasional titular el seguimiento de este desgarrador relato. Pero el ajetreo de fin de año ya nos regresó a la rutina y a la negación. Estamos de convivio en convivio y de tienda en tienda. A esta hora, solo las familias que han perdido a sus seres queridos mantienen la congoja y el abatimiento por este infortunio tan doloroso.

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Mientras tanto, aquellos que se distinguen por no tener alma y que no están interesados en tener conciencia siguen pisoteando y destruyendo toda posibilidad de que algún día, aunque sea lejano, ya no haya noticias tan infaustas como la de estos 56 migrantes que perdieron la vida por ir a buscarse una vida.

¿Habrá alguna historia más triste que la de esas familias mutiladas? Sí: la de aquellos que por acción u omisión han propiciado tanta desgracia colectiva. La de quienes solo procuran servirse de los débiles y aprovecharse de su vulnerabilidad. La de quienes se bañan en dinero a costa de las peores carencias para las mayorías. Esa es la historia verdaderamente más triste, pero por indigna. Más triste, pero por ruin. Más triste, pero por despreciable.

Nuestro cielo luce demacrado desde que sucedió el accidente. Así se le ha visto casi en la totalidad de sus días. Aquí hasta los celajes son un espejismo. En realidad no existen. No puede haber cielos hermosos donde cada hora se escribe un nuevo capítulo de la interminable historia de la infamia. Es la historia de un país llamado Guatemala.

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