Un guatemalteco de 26 años se embarca clandestinamente en el tren de aterrizaje de un avión que va de Guatemala a Miami. Pudo haber llevado una bomba consigo. Pero no. Lo que portaba era una explosiva desesperación; una pólvora de angustias. Solo así puede uno explicarse que se atreviera a un acto tan suicida. Mario Overall, experto en aviación, lo describió categóricamente en la radio: “La nave despegó a las 6:32 de la mañana. En aproximadamente cuatro minutos alcanzó 11,850 pies de altitud. Ahí ya no hay oxígeno. Entonces empiezan los síntomas de hipoxia. Los mareos. El aturdimiento. La falta de coordinación. Y conforme aumenta la altura llega un desvanecimiento completo”.
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Según afirma el experto, el vuelo hizo un recorrido a 33 mil pies y se demoró unas dos horas. Es decir, el polizón guatemalteco volvió a tener oxígeno a eso de las 8:28, cuando el avión empezó a descender y alcanzó los 11,325 pies. Durante 120 minutos, este hombre estuvo expuesto a temperaturas de alrededor de menos 45 grados centígrados. Es un milagro que siga vivo. Y es incluso más impresionante que se haya atrevido a una osadía tan desmedida.
Al respecto, el padre José Luis González, coordinador de la Red Jesuita con Migrantes, hace ver que, si así fueron esas dos horas que el polizón vivió sometido a peligros tan extremos, cómo pudieron ser los dos años anteriores a tomar la decisión de jugarse la vida de semejante manera. “Este hombre representa a la gente que huye de un país en el que el terror a quedarse es incluso mayor a montarse en el tren de aterrizaje de un avión”. Hasta aquí el lado dramáticamente humano de la historia. Pero hay otro: El de la deficiente y apremiante seguridad aeroportuaria de Guatemala. Se tardó demasiado en salir a dar explicaciones el director de Aeronáutica Civil, Francis Argueta. Y no convenció a nadie con sus declaraciones. Admitir la falla era lo mínimo. Y eso debió hacerlo el mismo día que se conoció el hecho. Comparto el mensaje de un oyente de la radio que lanzó la idea de que “si un simple muchacho logra burlar tan fácilmente la seguridad del aeropuerto, qué podrá hacer el crimen organizado”.
Nos vemos muy mal como país con este episodio. Me cuesta entender cómo las aerolíneas no armen un escándalo por ello. El funcionario argumenta que lo grave sería que no se estuvieran corrigiendo las debilidades de seguridad que evidenció el polizón. Sin embargo, yo considero que lo grave es que se tome tan a la ligera algo que pudo costarles la vida a decenas de personas.
En cualquier país serio, una pifia de este calibre ya habría ocasionado despidos. Por cierto, el experto Mario Overall dice que no descarta que se imponga una sanción internacional para el aeropuerto. Lo cual no sería ninguna gracia para un país cuyo prestigio institucional está por los suelos en el mundo. Entiendo que no es la primera vez que suceden “cosas raras” en la terminal aérea La Aurora.
“El robo del siglo”, como le llamaron en su tiempo, también encendió las alarmas en septiembre de 2006, cuando en plena pista un grupo de delincuentes se robó US$8 millones sin que nadie pudiera evitarlo. A eso se suma la jamás aclarada filtración de las fotos de los integrantes de la CICIG que se iban de Guatemala y que terminaron en poder de un ciudadano ruso sujeto a un proceso penal. Desnudar nuestra podredumbre es la tarea diaria que se impone la realidad para intentar conmovernos. Pero nada pasa.
La historia de este guatemalteco de 26 años que estuvo a punto de morir al exponerse a viajar durante dos horas en el tren de aterrizaje de un avión, en vez de indignarnos y movernos a la acción para que se pongan cartas en un asunto tan importante como la seguridad aeroportuaria, a lo sumo será comentado durante un par de días en las redes sociales, y después se quedará en lo anecdótico. Sin trascender a más. Como si fuera normal y cotidiano.
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Nuestra memoria histórica es paupérrima hasta para lo que acaba de ocurrir. Así funcionamos como sociedad. O, para ser exacto, así “disfuncionamos”.
Es triste tanta mediocridad. Pero es aún más triste que esa mediocridad sea tan despreocupadamente tolerada. Qué miedo subirse a un avión en Guatemala.