La agenda legislativa para lo que resta del año parece que está girando en torno a dos grandes prioridades que son la elección de la Junta Directiva y la aprobación del presupuesto de ingresos y egresos del Estado.
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La primera ya se desentrampó y dio como resultado la recomposición de la alianza oficialista. El balance de este proceso legislativo conformó una alianza reconstituida que alcanzó los votos para elegir a la nueva Junta Directiva. Un grupo de disidentes se desmarcó del oficialismo y sus votos fueron sustituidos por un nutrido grupo de diputados provenientes, entre otros bloques, de la UNE, ahora controlada por Sandra Torres.
La recomposición de la alianza oficialista de Giammattei, Zury Ríos y Sandra Torres gira alrededor de varios intereses que se mueven con objetivos de promover impunidad, corrupción y un evidente interés electoral.
Esta nueva correlación de fuerzas políticas en el Legislativo abre la puerta para que pueda avanzar la reforma electoral que se ha estado discutiendo en la comisión de Asuntos Electorales del Congreso de la República.
La discusión de esta importante reforma entra justo en este nuevo contexto de fuerzas políticas e intereses. Es precisamente sobre este aspecto que deseo conversar con ustedes en esta oportunidad porque desde mi perspectiva aún falta definir con más claridad qué tipo de objetivos se busca con esta reforma. No se trata de solo reformar por reformar, sin claridad de lo que queremos y cómo lo queremos.
Las reformas de 2016, que han sido cuestionadas, desde mi perspectiva representan un avance significativo en varias materias del sistema electoral. Estoy consciente de que no son reformas perfectas y el mal proceso de implementación afectó significativamente los resultados que se alcanzaron.
Entre los factores que influyeron para que esto sucediera se encuentran: la debilidad y fragilidad institucional, la intensidad y las implicaciones sistémicas de las reformas aprobadas, el poco tiempo que disponía el TSE para implementarlas, un marcado desinterés de algunos magistrados por impulsar un intenso proceso de implementación y un contexto político muy complejo, solo por citar algunos de ellos.
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No creo que estemos en condiciones para reformas sustantivas al régimen electoral. Lamentablemente, se perdió el momento y a estas alturas resulta bastante riesgoso reformar debido a que se necesita un tiempo prudencial para implementar las reformas y a las dificultades de adaptación que tendrían los actores para ajustarse a las nuevas normas.
Puede resultar conservador, pero considero que debemos enfocar las energías y adoptar una vía incremental que permita perfeccionar los avances de las reformas de 2016 y corregir aquellos aspectos que no funcionaron bien, sin sacrificar los objetivos de los modelos.
Queda en el ambiente poca claridad sobre el tipo de objetivos que se buscan con la reforma electoral. Se respira un aire contaminado por aspectos que configuran un escenario regresivo en el que los principios de los modelos aprobados en las reformas de 2016 van a ser sacarificados. O bien, reformas que permitan “reactivar” aspectos como el transfuguismo, que responde a un interés más coyuntural que a una reforma importante para el sistema.
Ojalá esté equivocado y este proceso de reforma, si se concreta, permita generar una discusión que establezca una ruta de perfeccionamiento de los sistemas de partidos y el electoral en el largo plazo y no en esfuerzos regresivos o coyunturales, como “reactivar” el transfuguismo. ¿Qué opina usted?