Cambiar el tono. Eso se le recomienda al presidente Alejandro Giammattei. Que se guarde el hígado un rato. En un momento como este necesitamos entendernos, no pelear. Y ser consecuentes.
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Durante los 20 años en que salió a pedir el voto aseguró que era capaz de hacerse cargo de la presidencia. El momento para demostrarlo es ahora. No es gritando ni enojándose como logrará mejorar la situación. Le urge una estrategia. Algo que pueda comunicarle al país para que la incertidumbre no haga tanto daño. Precisamos que el mandatario se arme de una firme serenidad para tomar decisiones. Y que se decante por las menos malas. No es fácil; eso se comprende. Pero en campaña él sabía que, de lograr el triunfo electoral, habría episodios dramáticos. Y en cuanto a la pandemia, solo a la luz del tiempo sabremos si su actuar fue o no el acertado. Por ahora, no parece ser así. Y cada día que pasa, la oportunidad de enmendar la plana se le reduce.
El presidente se ha vuelto un esclavo de sus discursos, pero más aun de sus ocurrencias. Del “quiero ver las playas llenas” en Semana Santa, pasó “en la caja ya no podrán bailar”. Por si alguien no se percató del detalle, se refería a la “caja de muerto”. Contradictorio, ¿no? E incoherente. Sin línea narrativa, o con la línea narrativa atrofiada. Vaya usted a saber. Lo cierto es que las multitudinarias fiestas en Quiché nos retratan de cuerpo entero como sociedad. Y reflejan la ausencia de Estado. La falta de autoridad. El exceso de inconsciencia. Porque esto no solo sucede allá. Aquí en la capital abundan los saraos similares. Y por esos, no veo furibundas declaraciones desde Casa Presidencial.
¿Tendrán los funcionarios actuales alguna solvencia para señalar a quienes participaron en los festejos que se volvieron virales en las redes sociales? ¿Cómo tomar en serio las amenazas de plantear acciones legales en su contra por promover los contagios si se guarda silencio frente los desmanes que se tienen al lado? Lo ocurrido en el Congreso durante la fallida ratificación del estado de Calamidad nos mostró, una vez más, que estamos en manos de delincuentes. El paupérrimo espectáculo desde la silla presidencial de la 9a avenida no fue fiesta, pero pretendió ser festín. Bochornos como el de la noche del lunes, pocos. Me alegra que el diputado Aldo Dávila los haya puesto en tanta evidencia. En casos como ese, quienes debieran poner el “grito en el cielo”, ni vistos ni oídos. Sí: Me refiero al Ministerio Público. Contrario a ello, fijan sus miradas solamente en el lado que les conviene a sus oscuros patrones. Y entonces se ocupan diligentemente de fabricar órdenes de captura contra los más valiosos. Sí: Me refiero a Juan Francisco Sandoval.
Mientras escribo esto veo al escritor Sergio Ramírez en “CNN”. Me conmueve su testimonio. Me conmueve desde la indignación. La vulgar y oprobiosa dictadura que lo persigue es lo peor que hay en Centroamérica, lo cual ya es decir. ¿Y qué tiene qué ver esto con Guatemala? Pues mucho. Porque en Nicaragua se normalizó el abuso de poder y se permitió que Ortega llegara a ser incluso peor que Somoza. Nosotros podríamos ir por el mismo camino, si es que no estamos ya en él. Y en plena pandemia es demasiado infame que se privilegien los negocios turbios y no la salud de la gente. En cada jornada se anuncia que algún hospital público ya no recibe pacientes con Covid-19.
Las cuentas en los centros asistenciales privados son de millones y hasta familias acomodadas salen a pedir colecta para no endeudarse tanto. Las fiestas siguen y nadie parece ser capaz de darnos algún “norte” de cómo salir de la crisis. De ahí la inaplazable necesidad de que el presidente Giammattei cambie de tono. Con el hígado desenvainado no va a bajar el número de contagios. Tampoco alcanzará mayor cosa peleándose con medio mundo. Si lo que busca es evitar una catástrofe sanitaria, solo lo logrará con una firme serenidad. Esa que tanto les sirve a los verdaderos estadistas cuando les toca tomar decisiones difíciles.