Opinión

"Los aguantadores de siempre ya no aguantan"

"Guatemala se está derrumbando. No se ve por dónde salir de este agujero de podredumbre. El sistema está asfixiando con descaro y diligencia la escasísima institucionalidad que aún nos queda. ¿Seremos Venezuela o Nicaragua dentro de un año? ¿Encarcelarán en los próximos meses a la oposición, a los periodistas y a las voces disonantes con el régimen? ¿Qué ocurrirá cuando los corruptos, el narcotráfico y sus aliados en las altas esferas de la sociedad ya no tengan proyecto en común? ¿Habrá violencia extrema? ¿Se caerá la economía? ¿Habrá más migración irregular? ¿Nos abandonará Estados Unidos como lo hizo con Afganistán?".

¿Será que de verdad nos importa el país? ¿Lo amaremos tanto como solemos pregonarlo? ¿Qué acciones concretas promovemos o hacemos para construir seriamente el futuro? Nos encanta proclamar que el lago de Atitlán es parte de nuestro paisaje de identidad, pero pocos son los guatemaltecos que realmente mueven un dedo para evitar que, en unos años, esa belleza mágica y natural se vuelva un pantano. Lo mismo sucede con la democracia. Cada cuatro años se arma la puesta en escena del evento electoral, pero todos sabemos que es una farsa. Que siempre ganará un mal candidato y que al Congreso llegarán una mayoría de pillos a ocupar las curules. Nos prestamos a la pantomima de evaluar a los aspirantes, perfectamente conscientes de que nos engañarán. Es cierto: Los políticos y sus cómplices son sucios en el mundo entero, pero incluso hasta para eso existen categorías. Y en tal sentido, la bajeza de nuestros dirigentes se codea con las peores posibles. Y es porque lo permitimos. Lo fomentamos. Y, si podemos, hasta nos aprovechamos de eso. Votar no es suficiente para sostener una democracia. Es imprescindible participar. Interesarse en los procesos. Tener visión de país. Determinar qué Guatemala queremos dentro de 10 años, y trazar una hoja de ruta que nos dé alguna idea de por dónde caminar. Pero no. Aquí todo se improvisa. Aquí solo se administra el presente, y encima de eso se administra mal. Carecemos de una estrategia de nación. No hay plan. Y si lo hay, es solo para robar. No escribo nada que sea nuevo ni revelador. Todo eso ya lo sabemos. Y, sin embargo, no se nos da la gana sacrificar nuestra comodidad para tratar de contribuir con ese cambio que, a gritos, se está exigiendo desde los sectores que, habiendo sido heroicamente aguantadores, ya no aguantan más.

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Nos quejamos permanentemente de las derrotas de la selección de futbol. Pero ninguno de los que se pone la camisola azul y blanco, cuando sigue los partidos, se ocupa jamás de aportar algo para que los directivos hagan bien su trabajo. Ninguno de los que canta el himno nacional antes del encuentro se preocupa por la desnutrición crónica de los niños. Ninguno de los que le tiene fe al equipo, previo a las eliminatorias, forma un grupo para darle seguimiento a los desmanes que suceden en el “tras bambalinas” de ese deporte.

La pavorosa contaminación del Motagua, por la que Honduras ya planteó un reclamo diplomático, la vemos como parte de lo cotidiano. En realidad no nos importa. Mientras no nos afecte nuestra cómoda y rutinaria inercia, que las aguas de ese río, y las de otros, se tornen en un promontorio circulante de plásticos. Igual nos da. Total, si tenemos agua potable en el chorro, que los demás vean qué hacen.

Y todo eso se refleja en nuestras patéticas y esperpénticas autoridades. Hoy entiendo más que nunca aquella frase de que “cada país tiene el gobierno que se merece”. Nosotros nos merecemos lo que tenemos. Y nos lo merecemos por indolentes. Por dejados. Por no ejercer ciudadanía, o por jugar a ejercerla únicamente desde las redes sociales.

Guatemala se está derrumbando. No se ve por dónde salir de este agujero de podredumbre. El sistema está asfixiando con descaro y diligencia la escasísima institucionalidad que aún nos queda. ¿Seremos Venezuela o Nicaragua dentro de un año? ¿Encarcelarán en los próximos meses a la oposición, a los periodistas y a las voces disonantes con el régimen? ¿Qué ocurrirá cuando los corruptos, el narcotráfico y sus aliados en las altas esferas de la sociedad ya no tengan proyecto en común? ¿Habrá violencia extrema? ¿Se caerá la economía? ¿Habrá más migración irregular? ¿Nos abandonará Estados Unidos como lo hizo con Afganistán?

Me impresionó mucho leer un artículo en “El País” en el que el historiador Phillip Blom opina que no asumir los cambios que exige la emergencia del cambio climático, “es exprimir las últimas pizcas de beneficios de un sistema que se ha vuelto suicida”. Y en ese mismo escrito el autor se refiere a la decadencia de las democracias como un ejemplo del aterrador porvenir que nos viene. Por ello, repito las preguntas formuladas al principio de estas líneas. ¿Será que de verdad nos importa el país? ¿Lo amaremos tanto como solemos pregonarlo? ¿Qué acciones concretas promovemos o hacemos para construir seriamente el futuro? Cada quien, con la mano en la conciencia, podrá contestar esas interrogantes. Por ahora, sin embargo, la única esperanza de que esto cambie solo parecen darla aquellos sectores que, habiendo sido heroicamente aguantadores, ya no aguantan más. ¿Habrá necesidad de trocitos para que lo entiendan quienes tienen que entenderlo?

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