Opinión

"El colapso"

"No hay tiempo para que el doctor Jerónimo Rosales siga analizando la coyuntura política. El hospital está al borde del colapso; las manos disponibles no dan para más. Y su mayor angustia es que dentro de tres días, la semana que viene o tal vez mañana, ya no puedan atender a más pacientes que lleguen moribundos en búsqueda de auxilio".

El doctor Jerónimo Rosales entra al área Covid de hospital donde labora. En sus casi 18 años allí nunca había sentido tanta angustia. Recuerda los varios accidentes colectivos, las múltiples balaceras y el desplome de una montaña que dejó infinidad de víctimas. Incluso le viene a la memoria el sangriento rescate de un pandillero, en el que la emergencia se volvió un fuego cruzado de armas automáticas. Nada se compara con esto. La pandemia alcanzó ese momento de horror que todos temían. Llegan demasiados pacientes casi al borde de la asfixia. Arriban tarde a buscar ayuda. Últimamente, se ven familias enteras contagiadas. Y, sumado a ello, los casos de tránsito, violencia y enfermedad común son los de siempre. Es decir, muchos. De cada 10 de ellos, entre tres y cinco resultan positivos de coronavirus. Él sabe que en los próximos días la situación se pondrá peor. O tal vez la semana próxima. O mañana. Ignora exactamente cuándo, pero prevé cercano el momento en que ya no podrán atender a nadie. Y eso le hace sentir una cruel impotencia, especialmente cuando nota el descuido de la gente y las numerosas reuniones sociales que se exhiben sin pudor en el Facebook. Le informa un residente que, en el segundo piso, hay brote de Covid por la variante Delta. Son más de 15 infectados. Y las manos disponibles ya no dan para más.

Habrá que tomar decisiones radicales. Parar el ingreso de pacientes graves por 48 horas y así evitar que el virus se propague en otras áreas del centro asistencial. Al doctor Rosales le cansa el cansancio de sus cansados compañeros, a lo que se añade el cansancio propio. Le parte el corazón una joven veinteañera a la que recién vio preguntando por su papá. Él mismo se ha ocupado de ese caso. Y las cosas no pintan bien. El hombre, de unos 60 años, no estaba vacunado. Al parecer, porque en la iglesia donde asistía le dijeron que ese fármaco era una sustancia “del diablo”.

Las jornadas abundan en ese tipo de historias. Como aquella en la que un núcleo familiar entró con síntomas graves y solo la mamá sobrevivió. Esa fue antes de que hubiera vacunas disponibles. Esas pocas que ahora hay. Las que son casi en su totalidad donadas. Jerónimo gusta de seguir las noticias. Está indignado por el manejo terrible y frívolo que el presidente le ha dado a esta crisis. Lo percibe ausente y cínico. Y considera que en la compra de las vacunas rusas algo raro hubo. Algo que salpicó de millones a alguien. No se quitará esa idea de la mente hasta que se aclare todo. Si algún día llega a aclararse. En su hora de almuerzo, la que siempre transcurre entre prisas y tensiones, lee en las redes sociales el comunicado de los obispos. Su análisis instantáneo es que le dan un oxígeno al mandatario que no merece. Ve asimismo que, con elegancia, le sugieren conciencia a la fiscal general para que renuncie. No espera nada de ninguno de los dos. Los ve con desprecio y con cólera. Para sus adentros piensa que es una iniquidad que, encima de las penas que el país sufre por la pandemia, haya gente tan mediocre y tan malintencionada. Pero su oficio no da margen para muchas cavilaciones, porque hay enfermos en estado crítico que precisan de sus cuidados. Antes de regresar a sus labores, el doctor Rosales piensa 30 segundos en su familia; en los sacrificios que han sobrellevado durante 15 meses, gracias a Dios sin haberse contagiado aún. Piensa también en su mamá, a la que no ha podido abrazar en todo este tiempo.

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Hoy es un día particularmente cargado en el hospital. Son excesivos los pacientes Covid que ingresan cada hora. Y las manos disponibles no dan para más. En su corazón retrata el rostro desesperado de esa veinteañera que espera en algún sitio de los alrededores el momento en que le den noticias de su padre. Y así será en minutos, porque el hombre acaba de fallecer. Jerónimo revisa de nuevo las redes sociales y comprueba que el Gobierno no se da por enterado de que la variante Delta nos tiene de rodillas. Y entonces siente de nuevo esa impotencia cruel al ver saturadas las diferentes salas del centro asistencial donde trabaja hace casi 18 años, porque recuerda el descuido de la gente y las numerosas reuniones sociales que se exhiben sin pudor en el Facebook. Pero él, como médico, sabe que los verdaderos responsables son otros. Esos que invierten su energía en procurarse impunidad y en servir a sus malévolos socios. Esos que facilitan los negocios turbios e inhumanos. Los que se burlan de la ciudadanía con su vulgar cinismo. Los que le temen a los indígenas, pero jamás mueven un dedo para que el Estado les brinde los servicios mínimos. Los que se aferran a los puestos, porque saben de sobra que, si la justicia actuara, se irían directos a la cárcel.

No hay tiempo para que el doctor Jerónimo Rosales siga analizando la coyuntura política. El hospital está al borde del colapso; las manos disponibles no dan para más. Y su mayor angustia es que dentro de tres días, la semana que viene o tal vez mañana, ya no puedan atender a más pacientes que lleguen moribundos en búsqueda de auxilio.

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