Pasó un año de pandemia y aquí estamos los que aún estamos. Ha sido arduo el camino. Doloroso, también. Y de gran aprendizaje. En mi mente, las calles vacías. La desolación. El enemigo invisible. El silencio de la soledad impuesto por el toque de queda. Las filas para entrar al supermercado. La imposibilidad de visitar a los ancianos. Las clases a distancia. El miedo a dar abrazos. La angustia de si el hisopado nos saldrá positivo o no. Los funerales a los que no pudimos ir. Tantos cambios; tantas pérdidas. Tantos duelos.
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Hemos tenido que lidiar con una incertidumbre que no conocíamos. Incluso aquí, donde la falta de certezas básicas es la norma, esto nos rebasó. Hasta aquellos que dicen no temerle a la enfermedad o que la desafían irresponsablemente en fiestas y reuniones, muy en lo profundo saben que la vida cambió, y que cambió para siempre. Admirable la labor de los médicos y el personal sanitario. Eso se ha dicho mucho, pero nunca será suficiente. Trabajar en la primera línea de riesgo equivale a estar en una guerra y combatir en el frente de batalla. Así de horrible. Ciertamente, con intensidades distintas, pero siempre acechados por la muerte. Nunca terminaremos de agradecerles su entrega y su heroísmo.
Por otro lado, me da congoja ver el cierre de negocios otrora prósperos que no pudieron resistir el confinamiento. Los locales vacíos. Los hoteles cerrados. Las oficinas sin un alma. Duro el relato de aquellos empresarios que se endeudaron para crecer apostándole a un 2020 que se esperaba lleno de oportunidades. Y duro también lo que narran los desempleados. Perder el trabajo en medio de una crisis tan implacable es como quedar varado en un inmenso desierto. Por ello, mi reconocimiento a los “emprendimientos de pandemia”. Es conmovedor lo que ha salido de ahí. Aludo a las reinvenciones que se improvisaron al ritmo de la soga al cuello. De ser flamantes ejecutivos, innumerables asalariados pasaron a ser vendedores “de puerta en puerta”.
En ese contexto, la frivolidad me parece inaceptable y hasta hiriente. Cuesta entender cómo todavía hay gente que no logra sentir empatía por quienes la pasan peor. Papel estelar en esa trama, el de los políticos corruptos y sus socios. Aprovecharse de este episodio de estupefacción general es diabólico. Y lo es más cuando quienes perpetran los crímenes de lesa compasión se exhiben en ritos religiosos que sudan hipocresía. Jugando a buenos. Vendiéndose como defensores de la vida y de la moral, cuando son todo lo contrario. Es obvio que hasta los misericordiosos ojos de Dios han de verlos con desprecio y con lástima. Me pregunto si ellos se lo preguntan. ¿O será que son tan obscenamente mentirosos que hasta logran mentirse a sí mismos con tanta convicción que hasta se creen sus mentiras y de ese modo se autoabsuelven en la intimidad de sus malas conciencias?
Ha sido un año muy difícil. Nos ha puesto a prueba infinidad de veces. Seguro que ha sufrido nuestra salud mental. Nosotros, los de entonces, ya nunca seremos los mismos. Y dudo que aprendamos realmente la lección. La humanidad se repite demasiado en sus yerros. Albergo, sin embargo, la esperanza de que algo habremos de sacar de esta turbación jamás imaginada.
Cierro con dos frases de otros tiempos que parecieran haber sido escritas hoy. Una de Isaac Asimov: “El aspecto más triste de la vida es que la ciencia reúne el conocimiento más rápidamente de lo que la sociedad reúne la sabiduría”. Las vacunas son el reflejo de esas palabras. Esas vacunas que se lograron en tiempo récord, pero que aterrizan en un mundo excesivamente desigual en el que la solidaridad sigue confundiéndose con la caridad o que sencillamente se ignora por conveniencia. La otra frase es de George Bernard Shaw: “Cuidado con los falsos conocimientos, porque son más peligrosos que la ignorancia”. También las vacunas son un espejo de eso. Desde los que desinforman con absurdas teorías de conspiración, hasta los que deliberadamente muestran su ineptitud propagando el negacionismo y las dudas.
Pasó un año de pandemia y aquí estamos los que aún estamos. Hemos tenido que lidiar con una incertidumbre que no conocíamos. Ojalá que hasta los misericordiosos ojos de Dios no tengan que seguir viendo con tanto desprecio a quienes no son capaces de la mínima empatía. Ojalá algo quede de tanta angustia.