Opinión

KARMA, LE DICEN

Ayer, mientras caminaba rumbo a mi casa, pensé en lo derruido que está el país. Moralmente, digo. La peor gente se organiza para saquear y saquear y seguir saqueando. Es el festín más enlodado de la infamia.

Caminaba por una calle cercana a mi casa. Empezaba a oscurecer. Cinco metros adelante llamó mi atención el color del billete. El naranja encendido de los de 50 quetzales difícilmente se pierde. Estaba en un sobre abierto. Percibí que atrás había varios más de a 100. Me detuve un instante para cerciorarme de que mis ojos no me engañaban.

El fajo de dinero yacía sobre la acera, indefenso, listo para ser recogido por cualquiera. Siempre es señal de buena suerte un hallazgo así. Y hay quienes opinan que cuando la fortuna se presenta tan dispuesta, es un error dejarla ir. Un joven montado en una scooter se me acercó a preguntarme si no iba a llevarme la plata. Le contesté que no. El muchacho creía, con cierta lógica, que si no era yo, o bien él, alguien más lo haría.

Seguí mi camino. Pero antes le expliqué la razón principal de mi decisión. Creo que coincidió conmigo. Recordé entonces una tarde de los años 80.

Mi papá me entregó en su oficina una suma en efectivo para pagar la universidad. Lo hizo en un sobre idéntico al que acababa de cruzarse por mi camino. Al verlo tan nutrido de billetes, mi novia de aquellos tiempos me sugirió guardarlo en su bolsa. No acaté su recomendación. La inmadurez lo hace a uno incauto. ¿Cómo iba yo a descuidar semejante cosa?

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Fuimos juntos a hacer una corta visita. Cuando nos bajamos del automóvil vi a varios trabajadores esperando el autobús, justo enfrente del edificio adonde íbamos. La visita no fue tan rápida como creí. Nos demoramos poco más de una hora. Al salir, enfilamos por una avenida en la que apenas había tráfico. Empezaba a oscurecer.

Y seis o siete cuadras después se me vino el mundo encima. Recordé que llevaba el dinero sobre las piernas y me percaté de que, al bajar, seguramente lo había tirado en plena calle. La angustia que sentí fue pavorosa. El viraje inmediato lo hice a toda velocidad. Las seis o siete cuadras, sin mayor tráfico, se me hicieron eternas. Me pesaba en el alma la grandiosa irresponsabilidad cometida. Clamé por un milagro.

Estacioné en el mismo sitio donde lo había hecho minutos antes, frente al edificio donde habíamos hecho la visita. Me pareció ver a la misma gente a la espera del transporte público. El corazón me dio dos vueltas. Abrí la puerta del carro y cerré los ojos tres segundos. Imaginé lo peor. Pero era mi día de suerte. Exactamente en el lugar donde me había bajado, el sobre con los billetes aguardaba por mí con una clemencia que no merecía. Mi novia de aquellos tiempos me dio un beso prolongado que alargó mi buena estrella. Directo nos fuimos a pagar la U.

La lección del susto me golpeó la frivolidad. Pienso que más de alguien vio el dinero allí tirado y se abstuvo de recogerlo.

Y justamente eso se me vino a la mente cuando ayer me encontré con esos billetes abandonados. Al joven de la scooter le dije esto: Si alguno de los dos nos llevamos ese sobre, no habrá posibilidad de que quien los perdió pueda recuperarlos si regresa. Sigo creyendo que coincidió conmigo. Ojalá que la persona que botó por error ese dinero haya vuelto a tiempo. Y ojalá también que nadie más se lo haya llevado. La calle no es tan transitada.

Y aunque lo fuera, a veces los milagros ocurren. Medito: En un país en el que estamos tan acostumbrados a que nos roben con descaro, quien se encuentra fortuitamente con un fajo de billetes podría recogerlo sin mayor remordimiento. Porque, además, no estaría incurriendo en delincuencia como tal. Lo que sucede es que, muchas veces, la suerte para algunos es la desgracia para otros. Eso también ha sido ley aquí. Especialmente con la suerte mal habida. La que llega cuando lo que se aprovecha es un botín político.

Hablo de esa suerte que se presenta en trajes de tráfico de influencias o de discrecionalidad ideal para el soborno.

Ayer, mientras caminaba rumbo a mi casa, pensé en lo derruido que está el país. Moralmente, digo. La peor gente se organiza para saquear y saquear y seguir saqueando. Es el festín más enlodado de la infamia. Sin embargo, mantengo la esperanza. Mientras más poder acumulen los corruptos, mayor será su soberbia. Y la soberbia, por poderosa que parezca, jamás queda impune. El dinero que no es de uno debe quedarse donde está. Aunque nos salga al paso, indefenso, tirado a la mitad de una acera. Y el dinero que es de la gente no debe ir al bolsillo de ladrones.

Aunque por casi 200 años, muy pocas veces haya habido consecuencias para quienes se lo han robado tan obscenamente. Aquí no todo está dicho aún. A veces, los milagros se dan. Aquella “suerte” que se consigue por medio de la desgracia de otros, tarde o temprano también se vuelve desgracia. Y esa desgracia no perdona. Karma, le dicen.

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