Me acosté tarde aquella noche. El despertador fluorescente marcaba las 11:55. Empezaba mi adolescencia y las inquietudes abundaban. Había hecho deberes con una rigurosidad inusual en mí. Pretendía, por primera vez en la vida, ser un buen estudiante. Años antes, durante la Navidad del 72, el terremoto de Managua me había impresionado hondamente. Las fotos en los diarios eran de miedo. Me dije: “Ojalá jamás me toque vivir algo tan horrible”. Aquella madrugada, el cielo tenía un color extraño. No es invento mío; muchos lo percibieron así. Mi casa era la clásica antañona de la zona 1. Con “temblorera” de bajareque forrada de conacaste en el comedor.
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Dieron las tres de la mañana. El despertador fluorescente, con su torpe y pertinaz segundero, marcó la hora fatídica. El ruido fue lo primero que me aterró. Salté de la cama como por instinto y me fui directo al dintel de la puerta. Mi madre, desde la habitación contigua, dirigía a la familia con su vocación protectora y heroica.
El violento hamaqueo sacudía las paredes sin piedad. Parecía que no iba a terminar nunca. Los libros caían como naipes derrotados. Es el peor caos del que tenga recuerdo. Hace 45 años de esto y aún me golpea la memoria aquel medio minuto y fracción que duró el gran sismo. Incluso cuando la furia que surgía desde las entrañas de la tierra se detuvo, el desconcierto seguía. El corazón me palpitaba como caballo desbocado. Pero, en medio de la conmoción, hubo historias graciosas. Mi mamá y mi hermana, siempre tan impecables en su apariencia, terminaron de vestirse en plena calle. Ya allí, con el griterío que volvía con cada réplica, me percaté de los primeros daños: cornisas desplomadas y ventanas rotas. Nada cazaba con la realidad, en medio de la realidad más cruel. Vecinos indiferentes entre sí o que sostenían largas disputas se consolaban mutuamente. La hermandad que sobreviene con la tragedia. La que debiera ser permanente, pero no lo es. La empatía del miedo.
Nos fuimos al Cerrito del Carmen. En los alrededores, era lo más parecido a un campo abierto que pudimos encontrar. Mi tío fue el primero en hacer bromas. Y eso nos calmó. La risa, remedio infalible. Del “Reader’s Digest”. Así arribó el amanecer. Regresar a casa era el siguiente paso. Así lo hicimos. Fue estremecedor ver tanto adorno en el suelo. Algunas paredes rajadas. Los añicos por doquier. Aquel 4 de febrero de 1976 nos cambió la vida a todos. Hubo que acampar durante semanas en improvisadas “casas de campaña”. La destrucción del país fue descomunal. El paisaje se vino abajo y se demacró con rudeza.
Que ocurriera de noche salvó a muchos de una muerte inminente. A otros, los condenó. La capital no volvió a ser la misma. Recuerdo que el entonces presidente, Kjell Eugenio Laugerud García, asumió bien su papel. “Guatemala está herida, pero no de muerte”. Ese fue su lema. Aunque también se supo de donaciones que jamás llegaron a su destino. Sucede siempre: Unos en la pena y otros en eso que es todo lo que saben hacer.
Ha pasado casi medio siglo de ese horrendo terremoto. Las nuevas generaciones no se imaginan el calibre de pavor que puede llegar a sentirse con esa implacable sacudida, que llega desde las entrañas de la tierra. Me pregunto si aprendimos la lección y mi inmediata respuesta es que no escarmentamos lo suficiente. Se sigue construyendo donde no se debe. En laderas o a la orilla de barrancos. Sin las medidas que requiere un país tan vulnerable a la ira de las placas tectónicas. Y, además, expuestos a la irresponsabilidad de algunos constructores que dan “gato por liebre”. Otro terremoto similar al de 1976 puede suceder dentro de cinco años o dentro de tres minutos. Lo único que sabemos es que va a pasar.
En lo que me queda por vivir, no creo que pueda olvidar aquel despertador fluorescente, con su segundero torpe y pertinaz. Ese que vi cuando desperté la funesta madrugada del 4 de febrero hace casi medio siglo. Por cierto, aquel año no logré ser un buen estudiante. Me fue muy mal en las notas. Pero le fue mucho peor a quienes perdieron a sus seres queridos luego del gran sismo. Hemos pasado por tanto en Guatemala. Dictaduras. Guerra. Huracanes. Asesinatos. Hambre. Secuestros. Desapariciones. Abusos. Desmanes. Temporales. Migraciones. Corruptelas. Y ahora, la pandemia. Alguna fuerza habremos acumulado ya. Al menos eso espero.
Hoy tengo ganas de conversar con el ingeniero Eddy Sánchez. Su voz me transmite calma y serenidad. Ya quisieran los supuestos líderes de hoy disponer de la mitad de la credibilidad que a él le sobra. Sería terrible vivir otro terremoto en mi vida. Ojalá no me toque otra vez. Pero aun así, eso sería posiblemente menos doloroso que ver al país caerse a pedazos por la insaciable codicia de los corruptos. Eso, lamentablemente, lo veo más cercano.