Hay años horribles en todas las vidas. Es lo normal. Este 2020 fue horrible para la vida de todos. Por anormal. De pronto, lo cotidiano dejó de ser monótono, para que lo monótono se volviera cotidiano. Fue el año en que todos vivimos la privación de libertad, condenados por un crimen que no cometimos. Nadie estaba preparado para esto. Uno creía que iba a ser un año mejor que los anteriores. No porque esperásemos que fuera grandioso, sino porque los cuatro anteriores habían sido muy malos. Pero 2020 rebasó cualquier profecía apocalíptica. Ahora, el mundo enfrenta un luto colectivo por el antes. El antes irremediablemente perdido con todo y la esperanza de que lo recuperaremos. El antes que considerábamos inamovible y seguro. El antes, tan añorado, que hasta con la vacuna vemos remoto. El antes que regresará, quién sabe bajo qué condiciones de estrés postraumático. El antes que, en su momento, no apreciamos lo suficiente.
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Duele haber perdido un año de abrazos. Abrazos que no volverán. Disgusta verse supeditado a un gel antibacterial que puede fallar en cualquier parpadeo o a una mascarilla que nos protege al cargante precio del fastidio.
Molesta percibir que la parte lúdica o tradicional de la existencia sea vista hoy como una región bajo sospecha, o bien declaradamente proscrita. Hablo del bar y las reuniones con amigos, las procesiones y el multitudinario fiambre, los conciertos y el teatro, los convivios sin cargo de conciencia, los viajes cercanos o lejanos y hasta el café o el estadio. Basta recordar los meses más duros de confinamiento para entender lo mucho que aprendimos este año.
Aunque a ratos parezca que a la humanidad no le ha calado la lección, algo quedará de esta pesadilla. Ciertamente, uno pierde un poco la fe cuando presencia el cinismo del Pacto de Corruptos y de sus allegados. O entristece ver que, incluso con esta tragedia que vive el planeta, haya gente como Donald Trump o Nicolás Maduro, a quienes solo les importe su berrinche por el poder o su insaciable megalomanía. Pero no reparo en ellos hoy. Solo de pasadita. Me quedo mejor con aquellos que se la jugaron en los intensivos o en las emergencias curando a los enfermos de Covid-19, bajo la amenaza de perder su propia vida. Rescato a esos empresarios que hicieron milagros para no cerrar sus negocios y a los emprendedores de pandemia que se reinventaron remando contra la corriente. Agradezco el esfuerzo de aquellos maestros que inspiraron a sus estudiantes, pese a las adversidades de la distancia. Celebro el esmero y el talento de la ciencia, que en tiempo récord consiguió la vacuna que hoy nos da esperanza y también a los estadistas que no abandonaron a sus pueblos en el “sálvese quien pueda”. Aplaudo a la ciudadanía que levantó su voz en las plazas y les recordó a los maleantes que la reserva moral del país no está ni vencida ni caducada.
El espíritu de la humanidad debe salir fortalecido de esta angustia tan anómala. Es hora de imaginar otro tipo de economía. Ya vimos que es perfectamente posible ser felices sin consumir lo que no necesitamos. Ya nos dimos cuenta de lo impostergable que es trabajar por un Estado capaz de ayudar a los más débiles, porque eso nos favorece a todos.
Hemos crecido mucho en este enrarecido año. Lo comprobaremos cuando pase el tiempo. Aunque lo monótono vuelva a ser lo cotidiano y el antes regrese con una cara que nos recuerde para siempre los días de mascarilla.
No es sensato pensar que el año entrante será fácil. No lo será. Pero por lo menos el calendario habrá cambiado de semblante y ya no será 2020. Es un hecho: No olvidaremos el año viejo.