Martes 3 de noviembre, 9:40 de la noche. Los resultados parciales de las elecciones de Estados Unidos me ponen tenso. Aunque no esperaba que Joe Biden arrasara, pensaba que le iba a ir mejor. Reviso la página del “New York Times” y veo que Donald Trump obtiene números muy buenos, pese a que las encuestas le daban solo el 15% de posibilidades. Eso me mortifica. ¿Cómo entender su enorme popularidad luego de tanto desmán, de tanto insulto, de tanto abuso, de tanta mentira, de tanto atropello? Explicaciones hay. Trump sabe hablarle a su base. Y a su base le gusta su estilo. Mezquino sería regatearle méritos en esa habilidad tan suya de sacarle provecho a lo más primitivo de las masas. Igual, no me hace gracia. A las 10:05 parece irreversible: Incluso si pierde, estas elecciones son un éxito para Trump.
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Y si las gana, mejor ni imaginarme. Me preparo un té. Converso con una colega que, pese a su marcado optimismo en cuanto al triunfo demócrata, admite que el magnate neoyorkino tiene mucho qué festejar por lo ajustado del escrutinio. Decido ir a dormir. Merodear entre “Fox” y “CNN” solo me crispa los nervios. Apago la luz. Ya en la almohada oigo la señal de una alerta noticiosa. Reviso el celular. Trump acaba de tuitear. Y al leer su mensaje de “nos robaron las elecciones” mi noche cambia diametralmente. Trump hace un Trump y se desnuda. Habla en tono de perdedor. Es más: De mal perdedor. En tono de dictadorzuelo del tercer mundo. Las piezas cuadran de manera instantánea: Preparar la narrativa del fraude para, por si se necesita, acudir a ese ruin argumento y robarse las elecciones. ¿Hablaría de anomalías en el recuento de votos un candidato que se siente ganador? No. En ese momento y sobre todo cuando sale a dar declaraciones, Trump pasa de gran triunfador a impúdico derrotado. Si no gana, arrebata. Como niño malcriado. Patético de verdad. Ni siquiera aquí he visto un berrinche tan bajo. Trump encarna la peor judicialización de la política en la historia reciente de Estados Unidos. Y eso lo convierte en lo que tanto detesta ser: un “loser”.
Si la legalidad y la decencia imperan, Joe Biden tendría que tomar posesión el 20 de enero de 2021. Escribo la noche del miércoles 4. Aún no le han confirmado Nevada a los demócratas. Solo si perdieran allí sería aceptable que Trump saliera vencedor. Pero el mismo Trump sabe que, como ya sucedió en 2016, tampoco podrá sumar esta vez los seis votos de ese colegio electoral. De ahí su siniestra intención de dirimir el asunto en las cortes. Vaya manera de destruir la tradición de traspaso pacífico del poder que ha distinguido a Estados Unidos. Igual, ya lo había anunciado con su cinismo disfrazado de franqueza. La crisis institucional se ve venir. Y quién sabe de qué calibre. Confío, sin embargo, en que algo lo detenga antes de poner en semejante jaque al planeta. Ya mucho ha erosionado la democracia de su país con los escándalos que lo caracterizan. El Partido Republicano tendrá un tremendo reto manejando la influencia de Trump en su futuro inmediato. El hecho de que él se vaya de la Casa Blanca no borrará el fervor que despierta entre sus seguidores, que son millones y muy fieles. No hay que perderse: El trumpismo no morirá con la caída electoral de su caudillo. Insisto: Humillado en las urnas no sale, todo lo contrario. Pero sería lamentable que la derecha estadounidense se condenara a ser tan extremista. Recuerdo ahora mismo el grandioso discurso de aceptación de derrota que pronunció John McCain en 2008. La derecha del mundo merece líderes como él y no esos que se asemejen tanto a los impresentables dictadores de izquierda tipo Nicolás Maduro o Daniel Ortega.
Será enorme el reto de Biden cuando asuma la presidencia. Le heredan una encarnizada polarización y la peor crisis económica desde 1929. De esto último no es Trump el responsable. De la glorificación del odio, sí. ¿Quién iba a imaginarse que un presidente de Estados Unidos iba a intentar aferrarse al poder alegando un fraude electoral? Parece una mala película del peor Hollywood.