La evidencia no importa. Esa puede ser una de las conclusiones más tristes de nuestros tiempos. Lo pensé muchas veces durante el deslucido debate entre Donald Trump y Joe Biden. El actual presidente de Estados Unidos le ha bajado tanto el nivel a la política de su país, que no extraña su comportamiento desmesurado e insolente en un acto que, se supone, debió ser un contraste de ideas. Eso no es posible con Trump. Y aunque las cámaras son el hábitat donde él se siente más cómodo, por primera vez no lo vi salir tan airoso de ese tipo de episodios. Biden, tartamudo como es, se vio bastante más entero en el intercambio. Lo cual no era esperado por nadie. Ni siquiera por el actual mandamás de la Casa Blanca, quien, con sus acostumbradas abyecciones, había ridiculizado al aspirante demócrata señalándolo de senilidad.
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El Partido Republicano ha tenido otra clase de políticos en el pasado y también en el presente. Menciono a tres en diferentes categorías que, comparados con su abanderado actual, son de súper lujo: Ronald Reagan, John McCain y Mitt Romney. E insisto: La evidencia no importa. No logro entender cómo alguien que pone en duda el corazón del sistema democrático, es decir su credibilidad electoral, pueda atraer a tantos simpatizantes entre quienes dicen detestar las dictaduras totalitaristas. Mucho peor cuando lo hace sin fundamentos y obviamente preparando el escenario para no aceptar su derrota. Me recuerda a Jimmy Morales cuando sugería la posibilidad de un fraude en las elecciones de 2019.
Biden podrá no ser el mejor candidato, pero incluso cuando perdió la compostura en tres ocasiones no llegó a verse ni de cerca tan despreciable como su rival. A lo que se suman las mentiras que suelta Trump, con total frescura, sin que ninguno de sus seguidores se dé por enterado, aunque sea evidente que falsea los datos y que se niega a rendir las cuentas más elementales. Es cierto: Todos los políticos mienten. Y casi todos esconden –algunos sin éxito– un inmundo lodazal en su ático privado. Pero negarse a mostrar sus declaraciones de impuestos, en medio del escándalo desatado por la nota del “New York Times” que retrata a Trump como un aprovechado de los malabarismos fiscales, raya en un cinismo de desquiciado.
Fácil podría desacreditar al diario si presentara pruebas contundentes. Pero no lo hace. Y semejante revelación, digo, tendría como mínimo que despertar la curiosidad (si no la indignación) de quienes lo admiran y lo alaban. Sin embargo, eso no ocurre y la negación prevalece, tal vez porque, en el fondo, les encanta lo que el magnate confesó en 2016 al debatir con Hillary Clinton, cuando sin ninguna vergüenza dijo considerarse “listo” por pagar menos impuestos. Repito: La evidencia no importa. Antes de la guerra, Hitler anunció sin ningún recato su intención de terminar con los judíos y fue aplaudido por el Reichstag en pleno. Los horrendos crímenes que vinieron después los conocemos de sobra. Y vale añadir que, en su momento, el partido nazi llegó a contar con ocho millones de afiliados en Alemania. Algo similar sucede en el Estados Unidos de hoy, donde un 40% del electorado votará por el actual mandatario y probablemente lo reelija por cuatro años más.
Conozco de cerca a los integrantes de la Comisión de Debates, y me consta el denodado trabajo que desempeñan. Me parece muy acertado que hagan cambios en las reglas del juego para los próximos encuentros. No sé si será suficiente para detener las malacrianzas y los excesos de Trump. Interrumpir más de 30 veces a su oponente, pero sobre todo descalificar a sus hijos (uno ya fallecido), lo pinta de cuerpo entero: La bajeza es donde mejor se desenvuelve. Y no hay límites que lo detengan. Ni escrúpulos. Pero hay algo peor: A mucha gente le gusta su estilo.
No son buenas noticias para el mundo lo que pasó la noche del martes en Cleveland. Ganar el debate no le garantiza nada a Biden. Y salta a la vista que Trump hará cuanto esté a su alcance para mantenerse en la Casa Blanca, incluidas las acciones más ruines imaginables. Tanto así que, de no darse una abrumadora victoria demócrata el próximo 3 de noviembre, puede que nos toque presenciar el desmoronamiento de una de las democracias más modélicas del último siglo. Y todo por una razón más bien primitiva, muy similar a la que mueve a los activistas antivacunas: Que la evidencia no importa.