Opinión

Historia de dos contagios

“Nadie contagia a otro deliberadamente. Mas sí puede pasarle el virus por irresponsabilidad. Jugársela por trabajar es una cosa, exponerse por divertirse es otra. Hoy más que nunca es preciso tener clara esa diferencia”.

Esto es una ficción. Basada en la realidad, pero ficción al fin. Relata dos historias duras, muy de estos tiempos. Tan actuales que nadie está libre de que le ocurra algo similar. La vida es implacable en ese sentido. De pronto, lo que creíamos imposible sucede. Nos queda solo aprender la lección. Y tratar de resolver lo que se pueda con lo que quede.

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Es obvio que usaré nombres ficticios. No pretendo ventilar públicamente el dolor de nadie. Empiezo con el drama que está viviendo Berta. Ella es dependienta de mostrador en una tienda de ropa. Su trabajo es presencial. No hay manera de hacerlo desde su casa. Y necesita el dinero. Federico, su esposo, se había quedado “guardado” porque su actividad laboral sí daba para desempeñarla a distancia. Él era laborante de un call center.

A mediados de julio, Berta se vio entre la espada y la pared. Los ingresos ya no alcanzaron para cubrir los gastos. La ayuda del gobierno, aunque aliviaba, no era suficiente. Por eso vio el cielo abierto cuando su jefe la llamó para comunicarle que, con la reapertura, ella volvía a su puesto. Sin embargo, se angustió de pensar en la diabetes y el sobrepeso de Federico, porque sabía muy bien que, al salir, iba a estar expuesta a un contagio. Eso se dio casi de inmediato, sin que su organismo diera mayores indicios de que el virus se había metido en su hogar. Asintomática, no le prestó atención a las leves molestias percibidas una mañana. Mas todo cambió cuando su esposo empezó con dolores de cabeza y perdió el olfato. Aterrados, ambos se hicieron la prueba. El cuadro de Federico ya pintaba mal para entonces. Tanto, que en un par de días ya estaba en el hospital. Su cuadro se complicó de inmediato. Y así pasó lo inevitable. Berta tuvo que enterrar a su compañero luego de haberlo contagiado. Y hoy se siente derrumbada, pese a no ser ni mínimamente culpable de su tragedia. Ella nunca quiso dañar al hombre que amaba. Lo que tenía era una gran necesidad económica. Y eso la llevó a la lógica decisión: Ir a ganarse la vida, legítima y honradamente, como lo ha hecho siempre, sin imaginarse que iba a contraer el virus. Berta se pregunta cada noche cómo se contagió. Y sufre horrores.

Pero incluso con ese dolor tan espantoso que le aprieta el corazón, su pesadilla logra sobrellevarse mucho mejor que la de Juan Arturo. A él, los fantasmas de la culpa lo acechan todo el tiempo y de manera implacable. Y hay razón para ello. Su mamá, una mujer hipertensa de 70 años que le había dado cobijo tras separarse de su esposa, perdió la batalla contra el coronavirus el martes de independencia. Juan Arturo vivía en esa casa sin pagar un centavo. Protegido por una madre que le daba todo, ni siquiera tenía que trabajar. Lo que sí hacía era reunirse con sus amigos cada vez que lo llamaban. Juan Arturo se pasó borracho el confinamiento. Y en cuanto se relajaron las medidas, su vida social se intensificó. Cuentan los vecinos que su mamá, a quien se referían como “doña Yoly”, vivía con el alma en un hilo temiendo que su hijo fuera detenido por violar el toque de queda o bien que resultara infectado por sus constantes imprudencias vinculadas con las fiestas. Lo más seguro es que ni pensara en que la verdaderamente vulnerable era ella. La hermana de Juan Arturo, que vive en Dallas, no pudo venir a despedirse de su mamá. Y no quiere saber nada de él. Ni la herencia le interesa por ahora. Eso le dijo a una vecina cuando le contestó una llamada de pésame. Incluso se mostró indiferente cuando supo que “el parrandero de la familia” la había pasado mal, aunque en casa, por esta enfermedad tan infame.

La culpa de Juan Arturo no será fácil de curar. Sabe de sobra que fue un irresponsable. A diferencia de Berta, que se contagió por su necesidad de salir a trabajar, él fue a traer el virus a sus juergas.

Las dos historias me las contó un viejo conocido, de quien hacía años no sabía nada. Confieso que estuve a punto de no contestarle, porque estaba almorzando cuando sonó el teléfono. La intención de él no era relatarme esos dos dramas. Lo que realmente quería era quejarse de los diputados que no eligen cortes, pero sí se juntan a celebrar que uno de ellos se salvó del coronavirus. Y yo entiendo su indignación. De hecho, la comparto. Desde aquí le agradezco permitirme aprovechar esas historias que tuvo a bien compartirme para enviarle un mensaje a quienes van de fiesta en fiesta en plena pandemia, sin pensar en los riesgos que eso acarrea, tanto para ellos como para sus seres queridos.

Yo también estoy harto de esto. Y quisiera ver a mis amigos como antes. Y salir sin mascarilla. Y abrazar a mi familia. Pero no es tiempo aún para eso. Queda todavía un trecho considerable por delante en este episodio de horror. Nadie contagia a otro deliberadamente. Mas sí puede pasarle el virus por irresponsabilidad. Jugársela por trabajar es una cosa, exponerse por divertirse es otra. Hoy más que nunca es preciso tener clara esa diferencia.

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