No existen los líderes perfectos; existen los que funcionan. Algunos incluso son tan buenos que parecen infalibles, tanto por lo que motivan como por su asertividad a la hora de comunicar. Pero todos, por magníficos que sean, siempre adolecen de alguna gran carencia. O de varias. Para una organización, sufrir los estragos que causa un director mediocre o sobrevalorado trae consecuencias nefastas. Los que encajan en la descripción del clásico “capataz” suelen ser los peores. Hablo de aquellos que intimidando y humillando creen que harán más efectiva la operación, algo que rara vez consiguen, porque el despotismo nunca saca lo mejor de las personas y solo promueve el rencor. ¿Quién puede aportarle bien a una empresa cuando la odia? Nadie. Tarde o temprano terminará robándole o traicionándola. Los capataces abusan del poder y se aprovechan sin piedad de la gente a su cargo. Lo que siembran en los grupos es miedo y no convicción. Y eso trae consigo cataclismos en la productividad que, en estos tiempos millennials, se revelan cada vez más rápidamente. Pese a ello, lamento decir que esos dictadorzuelos abundan en el mundo. Incluso están medio de moda en el ámbito político y su coletazo alcanza a la esfera privada. Lo cual es lamentable. Son numerosos los estudios que muestran lo terrible que resulta confiarle las riendas de una compañía, o de un país, a alguien así. Sin embargo, hay todavía infinidad de empresarios y de electores que apuestan por esa fatídica fórmula.
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Los líderes autoritarios tienden a rodearse de sobalevas y de mediocres. Y lo hacen, porque no les gusta oír a nadie, y solo se molestan en hacerlo si, en el camino, pueden robarse una idea. Las excepciones a esta regla se dan únicamente en los casos de aquellos animales políticos que son más listos de lo normal y se permiten contratar a uno o dos consejeros de inteligencia superior a los que oyen de vez en cuando. Pero es raro que ocurra. Por lo regular, el “mal jefe” lo sabe todo y prestarle atención a una crítica no está en su naturaleza.
Los líderes dañinos nunca tienen clara la visión. Y si la tienen, es aquella que les beneficia directamente, ya sea a ellos o a sus allegados. Son los gerentes que siempre juegan para su equipo, no para el de la empresa en la que trabajan. Y tampoco saben mediar. Ni ser empáticos. Y solo cuando son malévolamente audaces corrigen a tiempo sus errores. Aunque eso suceda solo muy de vez en cuando. De ahí que con tanta frecuencia se hundan proyectos dirigidos por quienes no pasan de conocer el rudimentario idioma del látigo.
A eso se suma la incapacidad de entender los contextos. Sé de un súper oficinista, muy apreciado por dar mucho más de lo que fijaba su horario, pero que al recibir la orden de marcar tarjeta decidió circunscribirse estrictamente a la jornada estipulada en su contrato. Desde entonces se va a las cinco en punto, llueva, truene o relampaguee. La imposición de una disciplina anticuada y hostil lastimó su vocación por entregar “la milla extra”. ¿Quién perdió? En realidad, todos. Porque pedió la empresa y también él. Y así, de caso en caso, pierde el país.
Para ser la cabeza de un equipo, la clave radica en escuchar mucho y en hablar poco. Domar el ego es una tarea decisiva para no caer en las propias trampas. Entre esos dirigentes que deterioran a las entidades, los hay para todos los gustos. Si se trata de gerentes, los más peligrosos son aquellos que actúan taimados y venenosos. Es decir, los que montan estrategias no para vender más, sino para alentar sus intereses personales, aunque estos perjudiquen a la compañía y terminen causando la salida del recurso humano más valioso. Si es un gobernante, el riesgo mayor se ve reflejado en las reacciones hepáticas que se dan cuando, teniendo enfrente el vendaval, se niega a aceptar su enorme pifia. Y así, montado en sus necedades, no atiende razones y contribuye, en su contra, a crear la tormenta perfecta.
Un buen líder debe inspirar confianza. No solo en su forma de conducir el timón, sino en su manera de delegar. Y tan grave es asignarle tareas a un incompetente, para favorecerlo, como no permitirle desarrollarse a los talentosos, infundiéndoles temor a ser desplazados.
Escribo esto en función del bicentenario que, como país, cumpliremos dentro de un año. Sin un liderazgo sano, valiente y capaz, la celebración de la independencia en 2021 volverá a limitarse a esos anodinos desfiles y al entusiasta pero inútil derroche de energía que se gasta en miles de antorchas.
Nos urgen dirigentes con sentido histórico. Gente con visión. Políticos, activistas, gerentes y jefes que no se conformen con medio resolver lo crítico, en detrimento de lo trascendente, sino que de verdad quieran dejar un legado. Nos faltan élites con la sensatez y el coraje de aspirar a ser una sociedad “gana-gana”. Lo resumo así: Necesitamos inspiradores, no capataces.