Opinión

La vigilia de la indignación

“En estos tiempos, un festejo concurrido es un alarde de nocturnidad que alevosamente nos coloca en una desventaja colectiva”.

Es tarde y se oye fuerte el bullicio. La lluvia acaba de parar. Ya está vigente el toque de queda. La pasan de maravilla en la fiesta. Hay gritos y carcajadas. Y música a todo volumen. Reggaeton y derivados; nada armónico. Sospecho que son jóvenes los que tanto se divierten. Solo lo supongo. Es miércoles por la noche. Presumo que ninguno de los asistentes al sarao tendrá que levantarse temprano mañana. Ganas me dan de denunciarlos. Se lo merecen. Intento hacerlo. Me piden dirección exacta. No dispongo del dato, pero doy las coordenadas. Regreso a mi cama sin mayor fe de que la policía haga presencia. Reflexiono: ¿Qué medidas de prevención pueden tomarse en reuniones como esta? Ninguna, en realidad. No creo que en un jolgorio tan concurrido predominen las mascarillas. Mucho menos el distanciamiento social. Y ni hablar de un riguroso lavado de manos tras tocar infinidad de superficies.

Pienso en lo que algún médico del vecindario siente al percatarse de semejante relajamiento. De seguro, indignación y enojo. Y también un iracundo rechazo por la irresponsabilidad tan manifiesta. Me pongo en sus zapatos. Imagino el enfado que le acecha al recordar, con dolor, las jornadas de los últimos meses. Esas en las que ha visto morir a innumerables pacientes por insuficiencia respiratoria. Jornadas en las que ha sufrido bajas entre sus colegas. Bajas temporales y otras sin regreso. Jornadas en las que tras 14 horas de ardua labor no ha podido volver a casa a abrazar a su familia porque teme contagiar a los seres que más ama.

“No debe estar muy contento ese médico del vecindario que oye el bullicio a tan altas horas de la noche, en pleno toque de queda. Y lo entiendo. Como lo entienden quienes han padecido de cerca el horror de la Covid-19”.

Dibujo en mi mente las pesadas rutinas de colocarse el traje de protección. Los turnos enteros sin tomar agua. Las ganas reprimidas de ir al baño. La tensión de enfrentar una pandemia en un país que descuidó su sistema de salud hasta el despiadado punto de llevarlo al borde del colapso mucho antes de que la peor emergencia sanitaria en un siglo nos pusiera contra las cuerdas.

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No debe estar muy contento ese médico del vecindario que oye el bullicio a tan altas horas de la noche, en pleno toque de queda. Y lo entiendo. Como lo entienden quienes han padecido de cerca el horror de la Covid-19. Podrán llamarme “amargado”, pero no me importa. Total, más amargura sería abandonarse a la indiferencia y ver hacia otro lado. Es cierto que la vida sigue. Que no podemos enclaustrarnos a esperar a que la pandemia decida marcharse o que por fin llegue la vacuna confiable y efectiva que nos inmunice a los que podamos pagarla contra este mal tan taimadamente cruel. Todos cometemos imprudencias. Todos nos descuidamos en algo. Todos caemos en la tentación de visitar a una madre o a un amigo. Pero hay categorías para la insensatez. Incluso hasta para el descaro.

En estos tiempos, un festejo concurrido es un alarde de nocturnidad que alevosamente nos coloca en una desventaja colectiva. Si se tratara de un problema individual no importaría tanto. Mas no es el caso. Porque si yo decido exponerme y solo yo me corro el riesgo, es cosa mía. Pero si yo me la juego y con eso pongo en peligro a cuanto semejante se cruce por mi camino, el nivel de irrespeto por la vida ya roza en lo inaceptable.

Enciendo la televisión. Se reportan rebrotes en varios países de Europa. Es evidente la inconformidad de muchos por lo que describen como “restricciones a su libertad individual”. También veo noticias nacionales. Unos en la aflicción y otros en la corrupción. Lo de siempre, pero en pandemia. Lo de siempre, pero con miles de desempleados en las calles. Lo de siempre, pero con múltiples empresas quebrando. El capital político de algunos se va por el caño cuando ya no pueden sostener la careta. Estaban desde siempre en el lado oscuro. Y ahora lo demuestran sin pudor. Con el mismo ruido desvergonzado con el que los asistentes a la fiesta que me perturba la quietud de esta noche pegan de gritos en la estridencia de un repetitivo reggaeton sin armonía.

Apago la televisión. La lluvia se asoma con su murmullo relajante. Intento conciliar el sueño. El té de manzanilla y menta me ayudará a combatir la vigilia de la indignación. Pero no todos tendrán la misma suerte. Imagino de nuevo al médico del vecindario que mañana irá a un hospital a verse cara a cara con el nuevo coronavirus. Es muy probable que él no logre dormir.

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