Esta mi moto me hace poderoso. Y me hace poderoso a mí, que nací tan pobre. Esta misma moto de la que aún debo 15 mensualidades. La que me permite transitar por las calles, vacías y tristes cuando todos están encerrados. Me llamo Adalberto G. Soy repartidor de comida a domicilio. Aquí voy contra el viento en pleno toque de queda. Esta noche sopla con fuerza este viento infeliz. Y me golpea. Llevo comida china a un edificio donde el guardián es una torta. Nunca me deja entrar a los apartamentos. Y yo lo prefiero así. Peor con esto del coronavirus. Mientras menos contacto, más seguro. La gente cambió desde que apareció esta enfermedad. Antes se sufrían desprecios de algunos clientes y uno que otro mal momento si se llegaba tarde. Pero ahora, más que desprecios lo que se echa de ver es el asco que nos tienen. Muchos nos reciben la comida casi que con guantes. Nos consideran los grandes “contagiadores” del Covid-19. Los “peligrosos”. Como que si yo no supiera que fueron muchos de ellos los que nos trajeron ese virus ese desde afuera. Sí, fueron ellos. Porque nosotros los repartidores de comida no solemos viajar. No nos alcanza para eso. Tampoco nos dan visa. Y si nos vamos lejos es de “mojados” para ir a buscar dólares.
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Por suerte, rara vez me toca cobrar. Y mientras más rápido entrego la orden, mejor. A mí también me da asco acercarme a tanto desconocido. Aunque tal vez no es asco. Es miedo. Miedo a que me tosan encima. A que me dejen ese bicho en la mano. A que me lo pasen en un santiamén de mala suerte. Hasta cuando me dan propina me pongo nervioso. Como que si el dinero me sobrara.
A veces me da algo de temor andar del tingo al tango en medio de tanto silencio. Trato de manejar con cuidado y no hago las de algunos compañeros que se tiran a pasarse en rojo los semáforos, como que si solo ellos andaran circulando. De plano se creen inmortales. Anoche se llevaron de corbata a German, el de la pizzería. Dejó tres hijos el pobre. En el parque donde nos juntamos a esperar pedidos le estaban haciendo una colecta. Yo ya di. Casi nada. Pero algo es algo. No abunda la plata en estos días. Y eso que tengo trabajo. Igual no es mucho lo que se gana. Es una miseria lo que nos queda por viaje. De pobre no se sale con esta chamba. Pero gracias a Dios no estoy desempleado. Eso ha de ser duro en tiempos como estos.
“Muchos nos reciben la comida casi que con guantes. Nos consideran los grandes ‘contagiadores’ del Covid-19. Los ‘peligrosos’”.
Yo disfrutaba más los primeros días del toque de queda. Ese poder de transitar por una ciudad en la que tantos estaban encarcelados me hacía sentir importante. Pero ahora ya me aburrí de tanto silencio. Extraño la bulla. Y siento como que esta pesadilla nunca se va a terminar. Allí por donde vivo, conozco a cuatro familias que ya se contagiaron. Hasta muertos hubo entre ellos. Y no solo viejitos. También un joven no pudo con la enfermedad. Este coronavirus es traidor. Ataca por todos lados y no respeta a nadie.
El viernes pasado fui a dejar sushi a una fiesta de esas que están prohibidas. Eran como 30 los de la parranda. Estaban “hasta atrás”. Y con la música bien recia. Por gente como ellos, pensé, los hospitales se llenan. Raro que no les cayera la policía. Y más raro aun que ningún vecino los denunciara. Había guardaespaldas afuera. Eso lo explica todo. El compañero al que me encontré en la puerta me dijo que adentro hasta diputados había. Él les llevó carne asada. Por cierto olía bien sabrosa. Eso es de lo más duro de este trabajo. Cuando uno anda con hambre y le llega el olor de la comida rica, las tripas exigen. Y hasta dan ganas de perderse con el pedido y de llevarle cena a la familia de uno para que disfrute a lo grande.
Ojalá no me contagie de este mal tan feo. Eso de ir a hacer cola al hospital cuando ya ni respirar se puede ha de ser de la gran madre. Y ahí no hay tales de decir “denme un tanque de oxígeno ahorita mismo porque yo soy Adalberto G.”. Y sé que nadie me haría caso porque Adalberto G. es un “nadie”. Adalberto G., que soy yo, solo es poderoso si va en su moto a horas de la noche cuando la mayoría de gente está encerrada en su casa por el toque de queda.
Mi moto que huele a pizza mezclada con chao mein. Mi moto que me da de comer. Mi moto que me lleva y me trae. Mi vieja y compañera moto de la que aún me faltan 15 mensualidades por pagar.