Hace cuatro meses que no abrazo a mi madre. Y me hace una falta enorme. A sus 93 años, no acercarme a ella es cuidarla y protegerla. Pero también es perdérmela. Una cosa no excluye a la otra. El tiempo que se va no regresa. Y ese tiempo es vida. Vida en el sentido más entrañable de la palabra. Es paradójico: Ahora que nos sobran las horas que invertimos en el encierro, nos faltan minutos para asuntos hasta hace poco insignificantes. Hoy se ve grandioso lo que antes era cotidiano. Sucede lo de siempre: Apreciamos mejor lo que ya no está al alcance. Y peor aún cuando, estando al alcance, no es viable.
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No salir o salir solo lo estrictamente necesario implica limitaciones que, por simples que parezcan, terminan golpeándonos. Yo solía surtir de múltiples postres a mi mamá. Conozco su debilidad por los chocolates y los pasteles. No digo que sea imposible agradarla con sus golosinas favoritas si aprovecho el servicio que prestan las entregas a domicilio. Se puede. Y sin embargo, extraño tanto aquella libertad de poder detenerme en un determinado sitio y, sin temor al contagio, escoger directamente lo que se me ocurriera llevarle. Echo de menos las tardes de sábado en que salíamos a tomarnos un café y conversábamos largo y tendido. Mi mamá, a sus 93, siempre tiene proyectos en mente. Es lúcida y vivaz. Y considero un privilegio tenerla disponible a la vuelta de una llamada telefónica o verla a dos metros de distancia, aunque se nos dificulte la charla por las ineludibles mascarillas. Es injusto que me queje, lo sé. Hay infinidad de gente que daría cualquier cosa por devolver a este mundo a seres entrañables que se fueron para siempre. Y que, si pudieran regresarlos del más allá, disfrutarían a lo grande con ellos, incluso en estas condiciones tan desfavorables. Lo terrible es que rara vez se toma conciencia de semejantes prodigios, si no hasta cuando ya es tarde.
“Hace cuatro meses que no abrazo a mi madre. Y me hace una falta enorme. A sus 93 años, no acercarme a ella es cuidarla y protegerla. Pero también es perdérmela”.
Escribo esto porque es previsible que las crueles reglas del juego que nos impone la pandemia se prolonguen más de lo que quisiéramos. Es cuestión de solidaridad responsable (o de responsabilidad solidaria) acatar lo que las autoridades de salud recomiendan para evitar infectarse. Basta con el sentido común para asumirlo.
Sé que son innumerables los seres humanos que tratan de descifrar esta pesadilla y que intentan no doblegar su ánimo frente a tanta adversidad. Supongo que muchos se lamentarán por no haber hecho aquel viaje que postergaron por razones insulsas o que desearían retroceder las agujas del reloj a enero de este año para cumplirse algún sueño que tenían a mano y que aplazaron a la espera del mejor momento. No sabemos cuándo podremos recuperar aquellos días en que las penas, por grandes que fueran, no incluían una pandemia en el cuadro. La ciencia lucha con denuedo por dar con esa fórmula tan anhelada que consiga la vacuna contra la Covid-19. Esa misma ciencia tan vilipendiada por los más despreciables políticos que hoy apuestan a que una genialidad de los científicos les permita seguir en el poder. No hace falta mencionar nombres en este apartado. Lo que me queda claro, y me disgusta, es que los cariños efusivos que conllevan cercanía física, y las reuniones con los amigos del alma, y las idas a lugares donde uno se sentía turista por un par de horas, y la cotidianidad de ser libres para andar por la calle sin llevar una mascarilla puesta no volverán pronto.
“Echo de menos las tardes de sábado en que salíamos a tomarnos un café y conversábamos largo y tendido. Mi mamá, a sus 93, siempre tiene proyectos en mente”.
Entiendo que millones de personas en el mundo enfrentan a diario esos mismos dramas, con el agregado del hambre y el desempleo. Ya lo mencioné líneas atrás: Sé bien que no tengo derecho a quejarme. Pero, en esta noche de lluvia, confieso que me hace una falta enorme abrazar a mi mamá y sé que ella, a sus 93 años, también extraña mucho que yo la abrace como antes. En esta noche lluviosa y nostálgica, con un viento que sopla sin disimulo, comprendo mejor que nunca que “el tiempo perdido hasta los santos lo lloran”. Porque el tiempo que se va ya no regresa. Y ese tiempo es vida. Vida en el sentido más entrañable de la palabra.