Opinión

Los puentes de Madison

“Cuando no es el momento, se deja ir con el respeto que ese amor merece. Se sigue amando a otro nivel, se esperan con humildad y alegría los encuentros casuales de la historia que Dios permite”.

Por: Mayra Gabriel

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Quien ha visto la película “Los puentes de Madison” (1995), que protagonizan Francesca (Meryl Streep) y Robert (Clint Eastwood), comprenderá y se identificará fácilmente con el sentimiento que quiero compartir hoy. Una historia, basada en un encuentro casual, que rompía la monotonía y aburrimiento de una vida sin mayor ilusión. Una familia que para muchos era la familia modelo y feliz, pero no para la protagonista de esa historia de amor.

Con esas sensaciones, que solo se sienten y viven una vez en la vida, sensaciones que posiblemente muy pocos sienten y tienen la oportunidad de un despertar, para aprender más de cada quien. Que solo se viven cuando el amor mueve lo más profundo del alma y donde el tiempo y el espacio no existen. Una mirada que sigue vibraciones nunca antes vividas, ni percibidas, mucho menos sentir el palpitar del corazón por cada contacto de piel. Francesca interpreta a esta ama de casa que, casada y con hijos, siente por primera vez el amor puro y fuerte con alguien, ajeno a su familia y sociedad.

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“Cuando no es el momento, se deja ir con el respeto que ese amor merece. Se sigue amando a otro nivel, se esperan con humildad y alegría los encuentros casuales de la historia que Dios permite”.

Robert, por su lado, interpreta a un fotógrafo aventurero y desapegado que siempre estaba viajando. Que se sentía en cualquier lugar como si fuera su casa y, por eso, se consideraba una especie de ciudadano del mundo. No creía ser capaz de pertenecer al mundo de nadie porque le encantaba la gente y viajar de un lado a otro. Le gustaba abrazar al misterio. Francesca y Robert sintieron un amor recíproco, muy intenso y total. Como cuando se hace el amor y las dos partes enamoradas, de alma a alma, se convierten en una sola energía. Como dicen, Francesca se sintió viva, como dice la canción de Emmanuel. Pero el amor no pudo continuar. La frustración de no poder seguir viviendo lo que deseaba la envolvía. Ella tuvo que tomar esa decisión fuerte, radical y única, que no le permitió seguir explorando el amor que sentía y vivía. Tuvo que elegir entre seguir esa vida sin vida, con los patrones establecidos por la sociedad, o romper y renunciar a todo y así poder vivir con el corazón y el alma feliz.

Cuando no es el momento, se deja ir con el respeto que ese amor merece. Se sigue amando a otro nivel, se esperan con humildad y alegría los encuentros casuales de la historia que Dios permite. Y si no llegan, pues simplemente los recuerdos se quedan grabados en el corazón de cada quien. El amor es respeto, libertad, es desear lo mejor a la persona amada, aun cuando no esté con uno. Cuando el amor no puede ser, hay que estar dispuesto a procesar ese duelo hasta llegar a aceptar esa realidad sin cólera. Aprender a dejar ir con amor.

Sé que muchos han de estar sintiendo que se identifican en carne propia con esta historia. Al final de la película están los hijos de Francesca, leyendo y juzgando el comportamiento de su mamá. Ahora, yo les pido una reflexión a padres e hijos… ¿Qué preferimos para nuestros seres queridos? Sentirlos felices, auténticos y sinceros, o frustrados, enfermos y caminando por la vida como robots con cuerpo y un corazón a la deriva. Muertos en vida. Recomiendo mucho esta interpretación del amor que no pudo ser: “Los puentes de Madison”.

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