Uno quisiera disponer de las palabras justas para agradecerles a los médicos su entrega y su valentía, tal como lo merecen. Pero por justas que fueran, jamás serían suficientes. Y todavía les falta el tramo más espinoso de este recorrido que hoy les toca. Admiro profundamente la temeridad de los galenos que, a diario y sin dudarlo, se enfrentan a la pandemia del Covid-19 y exponen sus vidas para salvar las de sus pacientes. Hace decenios que las emergencias en los hospitales nacionales funcionan en condiciones deplorables. Al poder no le ha interesado nunca invertir en un sistema de salud humanamente digno. Los recursos se han dilapidado sin piedad. Eso lo sabemos todos. Y sabemos también que, en el trayecto, la corrupción ha sido infame. Y que los medicamentos se han pagado a precios de oro. Y que eso ha hecho millonarios a unos cuantos. Y que esos millonarios llevan en la conciencia el trágico lastre de innumerables muertes que pudieron evitarse. Y lo llevan adentro y en su destino, aunque presuman de no tener conciencia. Igual, el karma los persigue. Y los perseguirá.
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“Admiro profundamente la temeridad de los galenos que, a diario y sin dudarlo, se enfrentan a la pandemia del Covid-19 y exponen sus vidas para salvar las de sus pacientes”.
No es solo el Gobierno el que está obligado a reconocer a los doctores y a los enfermeros por sus valerosas faenas en el actual frente de batalla. El país entero debe afinarse en el agradecimiento. Y ser consecuente con ello. Es inaceptable que se discrimine en un condominio a alguien que lleva puesta una bata blanca. Me cuentan que ha ocurrido. Que les han pedido que se muden. Y que en ocasiones hasta se los han exigido con rudeza. En vez de eso, lo decente sería aplaudirles. Mostrarles absoluta solidaridad. Ponerse a sus órdenes. Pienso en ese médico que, al llegar a casa, evita abrazar a sus hijos por temor a contagiarlos. O en la doctora que, después del turno, se va a un apartado temporal en el que guarda distancia de su familia porque podría ser portadora del virus. En Guatemala estamos acostumbrados a salir por la mañana a sabiendas de que cualquier delincuente nos puede coser a puñaladas por un celular. Nos formamos (o nos deformamos) hechos a esa fatalidad cotidiana. Lo que viven los galenos que curan a los enfermos del nuevo coronavirus es algo similar a esa “conciencia de lo nefasto”, pero con dimensiones desquiciantes. Cada mañana se enfrentan con la saturación y el colapso de instalaciones insuficientes para una pandemia tan agresiva. Y saben perfectamente que, en estas semanas que vienen, los contagios serán cuantiosos.
“Ciertamente, es la hora de los médicos. Pero también es la hora de la ciudadanía responsable. No podemos abandonar a su suerte a quienes a diario nos salvan la vida, exponiendo la propia”.
De ahí la vital importancia de que los galenos sean provistos de cuanto equipo sea necesario para que se protejan lo más posible. Que no se falle en las compras. Que se les pague con puntualidad. Que se les acompañe con esmero. Y que, a partir de esta emergencia, se pongan urgentemente sobre la mesa los planteamientos y los recursos para que, sin excusas, la salud pública por fin se dignifique. Eso empieza por nuestro cuadro de valores como sociedad. Por las prioridades que nos fijamos. ¿Realmente nos importa tanto defender la vida o solo lo repetimos como una letanía hipócrita? ¿Seríamos tan descuidados e indolentes con el tema si perdiéramos a un ser querido por la falta de insumos en una clínica pública? Una entrañable amiga, esposa y mamá de doctores dice que en 30 años no ha visto mayor cambio en las precariedades que imperan en las condiciones de los hospitales del Estado. Le creo. Llegamos a ver “normal” que los servicios de salud fueran de pésima calidad. Igual a como lo hicimos con la corrupción, a la cual veíamos (y aún vemos) como parte del paisaje habitual de cada jornada.
Nosotros, la gente, estamos obligados a cuidarnos para cuidar a los demás. Asimismo, debemos entender que, al no incurrir en imprudencias ni en frivolidades, también apoyamos a los hombres y a las mujeres que, con el coraje de la vocación, enfrentan al Covid-19 bajo la sombrilla de un paupérrimo sistema. Ciertamente, es la hora de los médicos. Pero también es la hora de la ciudadanía responsable. No podemos abandonar a su suerte a quienes a diario nos salvan la vida, exponiendo la propia. Hacerlo sería una iniquidad inmoral.