Opinión

El silencio que se oye

“En este silencio de rigurosas proporciones tenemos que apelar a la paciencia y al sentido creativo”.

Me impresiona el insólito silencio de estos días. Ese que regresó de sus alcobas más profundas y que se hace escuchar, con cierto estruendo, porque domina nuestros estados de ánimo y rige los modales domésticos durante las horas de confinamiento. Ese que viene siendo un libro cuya trama se centra en la quieta intranquilidad o en la calma agitada. Así de contradictorio. Así de perturbador. Porque en cualquiera de sus versiones, este libro es un rotundo inédito para nuestras vidas. Algo con lo que no sabemos cómo lidiar. Algo que cada jornada nos golpea con sus sorpresas anunciadas.

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Hay, sin embargo, maravillas y hallazgos en este universo tan callado. Uno percibe otra vez el ulular licencioso del viento. Los ecos escondidos de la casa. Las nubes distantes que deambulan parcas en su recorrido. Más pajaritos frecuentan la dimensión auditiva del amanecer. Hasta las gavetas recónditas del alma renuevan voz en este reposo impuesto. Conmovedor ha sido ver el regreso de los animales salvajes a las urbes, como si intuyeran que la vegetación surgirá repentinamente del asfalto y ya no habrá que temerle tanto a la “civilización”.

Pero, claro: No todo es fascinante y bucólico en este exacerbado sosiego. La quietud fantasmal es de suyo diferente a la que se evidencia durante aquellos días en que las ciudades se desocupan en fechas determinadas. Hablo de temporadas como Semana Santa o cuando se alarga un asueto de fin de año. Por lejos, eso no es igual a lo que sucede hoy. Este silencio de “toque de queda” llega incluso a ser agresivo, en especial por su personalidad tan incierta y tan anómala, muy similar a aquella ciencia ficción que colinda con las películas de miedo. Es el género de estos tiempos: la “ciencia aflicción”.

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Para quienes viven apartados del ruido, el silencio es ley. Pero incluso ahí, en los vecindarios lejanos de los suburbios campestres, este inusitado “sin sonido” se oye indócil. No digamos donde impera el trajín urbano. Donde los ambientes bullen plagados de horas hábiles, demostraciones colectivas, rugir de motores, sirenas abiertas, jolgorio callejero y noches festivas. El mutismo que ahora nos circunda obliga a repensarnos en serio. A replantearnos como seres humanos. Como familias. Como gremios. Como entes comunitarios. Como grupos de interés y de presión. Como países. Como regiones. E, increíblemente, como planeta. He ahí el valor principal de que el mundo forzosamente mande a descansar a sus algarabías productivas. Es pasmoso todo esto. La misma charla acerca del tedio por el encierro o que gira en la angustia económica de no llegar a fin de mes se sostiene en lugares tan distantes como Nueva Delhi y París, o Nueva York y Guatemala.

¿Cuánto aprenderemos realmente de este amargo episodio? “A veces, el silencio es la peor mentira”, escribió Unamuno. Y yo le leo así: Puede ser que los excesos que nos marcaban hace apenas un mes, en materia de consumo absurdo y de irrespeto hacia la naturaleza, retornen como si nada cuando la pandemia se controle. A la humanidad le cuesta aprender de la experiencia. Pero esta crisis del Covid-19, que ya nos golpea tan duro, debería hacernos escarmentar respecto de nuestro egoísmo cínico, soliviantado durante este siglo por la omnipresente alienación tecnológica.

Siempre creí que algo como esto iba a suceder por un asunto climático. Imaginaba que iba hundirse parte de un continente y que ello aterraría a la población mundial. Mas no fue así como se presentó el cataclismo. Está con nosotros, por todas partes, pero se esconde precisamente allí donde se encuentra. El coronavirus nos hace caer en su trampa por medio de las superficies que tocamos en nuestro diario vivir: en la casa, el autobús, el elevador, la oficina y la tienda. Y tal vez nos castiga así, en las superficies, por lo superficiales que somos. Tal vez nos vacía las calles por lo vacíos que nos hemos vuelto. Tal vez nos aísla de la gente por nunca pensar en los demás.

En este silencio de rigurosas proporciones tenemos que apelar a la paciencia y al sentido creativo. También a una correcta y efectiva inversión de tiempo. Y sobre todo a un deseo personal de contribuir con una causa que hoy, de manera asombrosa, enlaza al mundo entero.

El pulso podemos y debemos ganarlo. No solo doblegando a la ansiedad y al aburrimiento. Especialmente debemos vencer a la crisis económica que ya nos aporrea. ¿Cómo podemos lograrlo? Depositando la fuerza en un sitio que nos integre. Porque para vencer a este atroz silencio que el coronavirus trajo, la palabra clave es solidaridad. Esa y ninguna otra.

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