Estamos frente a un reto que nos impone sacar lo mejor de nuestro repertorio humano. Nos toca cuidar a los demás para protegernos nosotros, y cada quien por su cuenta ser cuidadoso consigo mismo para proteger a los demás. Reforzar las precauciones, pero no resbalarse en el charco del pánico. Ser juiciosos en seguir protocolos y no incurrir en la histeria que causa el miedo sin control. Es hora de ser solidarios sin dobleces y evitar la locura de agenciarse todos los productos de limpieza o de desinfección que encontremos en el supermercado, porque eso implica que otros no podrán tener acceso a ellos. No es con más papel higiénico como vamos a contener a este enemigo invisible. De hecho, adquirirlo en cantidades exageradas no nos librará de contagiarnos ni nos servirá de mucho a la hora de contraer la enfermedad. Me preocupa que sea el sector de población supuestamente mejor informado y con mayores oportunidades de educación el que salga despavorido a comprar tan irracionalmente. Pero, tal vez, no debería extrañarme. En ciertas ocasiones, eso es siempre así.
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Lavarnos las manos es hoy asumir responsabilidades y prevenir de manera efectiva la pandemia. Hacerlo cuantas veces sea posible equivale a encarar, desde lo personal, el desafío colectivo. Y eso obliga a una disciplina solidaria que en este momento será decisiva. Todo lo contrario del tristemente recordado acto de Poncio Pilatos, que se lavó las manos para evadir su tarea histórica. Es obvio que habrá que pagar un alto precio por las medidas que se tomen. No disponer de transporte público por dos semanas pondrá, de algún modo, en pausa al país. Y eso saldrá caro en múltiples aspectos. Sin embargo, cuando se trata de evitar una tragedia humana de inconmensurables proporciones, no hay otra opción. Me angustia la gente que se gana el sustento de su familia con su trabajo de cada día. Ese porcentaje de personas es numeroso en nuestro país. Ojalá que no sean triplemente castigados por la paranoia y el terror. Que prime la cordura sobre el egoísmo. Confío en que no caigamos, como sociedad, en un desvarío implacable que hunda en la miseria a los más vulnerables.
“Reforzar las precauciones, pero no resbalarse en el charco del pánico. Ser juiciosos en seguir protocolos y no incurrir en la histeria que causa el miedo sin control”.
Es momento de ser sensatos al analizar la información que recibimos por las mensajerías privadas o las redes sociales. Y no compartir aquello de lo que no tengamos certeza. Contribuir con el caos solo traerá más angustia. Y lo que menos necesitamos ahora es aumentar la ansiedad.
También es oportuno recordar que no debe permitirse la tan común falta de escrúpulos de aquellos que suelen aprovechar la pena para entrarle de lleno “a la pepena”. Hablo de los acaparadores profesionales y de quienes suelen olvidarse del prójimo, casualmente cuando la puerta del despiadado “sacar raja” queda abierta de par en par. Todo el peso de la ley debe aplicárseles si se atreven a “forrarse” a costa de las aflicciones del pueblo.
Pasamos por días difíciles y nadie va a negarlo. Pero son días en los que la grandeza humana debe interpretar, con sus guitarras más sensibles, las piezas excelsas de su repertorio. Este episodio no debe trivializarse ni verse con ojos frívolos. Si se suspenden las clases no es para hacer fiesta de lunes a domingo ni para irse de conga a la playa mientras el país se debate entre la pandemia y el horror. En todo caso, la oportunidad es enorme como para reencontrarse con los encantos de estar en familia y de ejercer el voluntariado donde este se precise con urgencia. Seamos generosos con el momento. Tengamos más prudencia que pavor. Es la temporada ideal para sanar heridas y romper con esta guerra ideológica que tanto daño nos ha hecho, de tal manera que podamos vencer a este ingrato virus con la fuerza que solo el amor es capaz de infundir en nosotros. No pretendo hacer un lirismo ingenuo del llamado a unirnos por esta causa noble de impedir un desastre llamado Covid-19. No será sencillo lograrlo. Pero reitero algo que considero esencial: El simbólico acto de lavarnos las manos es hoy asumir a lo grande nuestras responsabilidades, es decir lo contrario del infame capítulo de Poncio Pilatos, que se lavó las manos precisamente para evadir su tarea histórica. Y las consecuencias de ello las conocemos de sobra. Las conocemos dolorosamente bien.