Opinión

Durmiendo con el enemigo

“El tema sigue teniendo una lacerante vigencia. Es desgarrador que aún abunden los que minimizan la aberración cultural que permite, sin escandalizarse, que un hombre golpee a una mujer en el seno del hogar”.

El relato lo escuché hace unos 15 años. Me lo contó una mujer a quien conocí en una reunión de trabajo y que, según recuerdo, sentía una enorme necesidad de desahogarse. Aquello ocurrió un par de días después de que yo entrevistara en la radio a una experta en el tema de violencia intrafamiliar, acompañada en la cabina por una valiente joven que, entre lágrimas, compartió con la audiencia su estremecedor testimonio. Su historia incluía cicatrices tanto en su rostro como en los brazos, todo ello producto del último ataque sufrido de parte de su pareja, quien, no conforme con intentar matarla, también estuvo a punto de terminar con la vida de uno de sus hijos. “El ataque final” le llamaba ella. Ese del que se había salvado de milagro. 

La mujer, a quien denominaré Milenia K., estaba impresionada por el coraje mostrado en la entrevista por la agredida. Tras oírla, sintió la urgencia de liberar demonios. Quería sacarse del alma sus áticos arrumbados y exponer al sol lo que el moho del silencio le estaba carcomiendo. Incluso hoy me pregunto por qué se atrevió a estallar conmigo. Creo que nunca lo sabré.

“El tema sigue teniendo una lacerante vigencia. Es desgarrador que aún abunden los que minimizan la aberración cultural que permite, sin escandalizarse, que un hombre golpee a una mujer en el seno del hogar”.

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En aquel tiempo me pareció perturbador y arriesgado publicar en una columna lo que me describió. La razón: Ella dijo que su agresor era un “hombre famoso y muy beligerante en el espacio político”. Su línea narrativa se parece mucho a la de tantas víctimas. Temía quedarse en la calle si lo denunciaba. Y que su familia, en vez de acuerparla, la condenara. Nada de lo que me dijo fue sorprendente. El hombre era un celoso enfermo que siempre buscaba ponerla a prueba. Le destruía la autoestima con palabras hirientes. Le pagaba a los guardianes del condominio para que la vigilaran. Y le repetía, una y otra vez, que si lo engañaba con otro, no iba a vivir para contarlo. Milenia K. odiaba las fiestas y no precisamente por introvertida. Lo que detestaba era el predecible final de las reuniones sociales: Su esposo siempre bebía de más. Y entonces se envalentonaba en su vocación carcelera. Era regresar a casa para que el martirio se concretara. Cuando no la vapuleaba porque “le había hecho ojos a algún tipo”, la obligaba a bailarle como esclava encima de la mesa. Y al ir a acostarse, lo inevitable: El vejamen máximo, contra su voluntad. Era raro cuando no intentaba estrangularla. Pero delante de la gente él era encantador. El mejor padre de familia. El personaje modélico de su profesión. Además, simpático y servicial. El clásico candil de la calle.

No olvido el temblor persistente de sus labios mientras me contaba su drama. Tampoco el terror que delataron sus ojos cuando terminó de hablar. Había demasiada ira contenida en cada frase. Y al romper el dique, seguro sintió pavor de lo que la furia del río podía traer consigo. A partir de aquella tarde, Milenia K. procuró evitarme. Especialmente luego de que, por medio de una amiga en común, intenté persuadirla de que dejara a ese energúmeno y que presentara una denuncia formal en su contra. 

Al cabo del tiempo lo hizo. Tal vez 10 años más tarde. Lo único que llegué a saber fue que, al igual que la joven que había compartido su testimonio en la radio, para decidirse tuvo que llegar hasta el extremo de casi ser asesinada por su propio esposo. 

Me vino a la memoria su caso al leer las noticias relacionadas con el 8 de marzo y las marchas por el Día de la mujer en diferentes partes del mundo. El tema sigue teniendo una lacerante vigencia. Es desgarrador que aún abunden los que minimizan la aberración cultural que permite, sin escandalizarse, que un hombre golpee a una mujer en el seno del hogar. Como Milenia K., son incontables las víctimas que temen quedarse en la calle si denuncian al “pegador”. E innumerables las que temen que su familia, en vez de acuerparlas, las condene. Por eso, prefieren aguantar y exponerse a quedar tendidas, como consecuencia de un pleito doméstico. Es un alivio enterarse de que ahora ya se atrevan más a acudir a la justicia para buscar ayuda. Igual, me angustia que siga habiendo millones de Milenias K. que cada noche se juegan la vida, durmiendo con el enemigo.

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