Él está a punto de quedarse sin trabajo. No lo sabe aún. Su carta de despido ya fue redactada. Es igual a la de todos. Solo cambia el nombre. Son las reglas de la compañía. Como son las del mundo. El futuro desempleado es Fernando. Pero podría ser Juan. O Carlos. Digamos que es Fernando. No importa tanto cómo se llame. Lo que importa y angustia es su situación. Estamos apenas a 18 y él ve lejano el fin de mes. Incluso siendo febrero. Le urge su sueldo completo para saldar un par de deudas que lo agobian desde tiempos inmemoriales. Y también lo necesita para comprarle los tenis a su hijo menor, esos que tanto le ha pedido y que no pudo regalarle para Navidad. Haciendo un monumental esfuerzo, puede que le alcance para complacer al niño.
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Ese hombre está cansado de cansarse. Y hoy quisiera disponer de ochocientos treinta y dos quetzales que lo sacarían de múltiples penas en su hogar. Allí donde su mujer le hace mala cara porque deben mucho en la tienda. Él la comprende. Total, las carencias también los han unido otras veces. Pero ahora, desde que ella empezó a enfermarse con más frecuencia, su tolerancia ha ido erosionándose. Es obvio que en el hospital público no encuentra el alivio del que precisa. Y por la cuenta que pagaron en una clínica del barrio, donde un par de días se los cobraron a precio de oro, no quedaron convidados a volver. Fernando se entrega con ahínco a sus faenas laborales en la fábrica donde todavía trabaja.
“Él está a punto de quedarse sin trabajo. No lo sabe aún. Su carta de despido ya fue redactada. Es igual a la de todos. Solo cambia el nombre. Son las reglas de la compañía. Como son las del mundo”.
Es un “mil usos”. Jamás dice “no” a lo que sus jefes le piden. Sin importar hora. Aunque sea de noche o durante el fin de semana. A sus 59 años sería harto difícil colocarse en un puesto similar. Fernando es un operario de corte artístico en esa industria que va en picada. Su oficio, según le han dicho, podría ser fácilmente sustituido por un proceso digital. Eso lo viene oyendo desde que los celulares se volvieron legión. A partir de entonces le cuesta conciliar el sueño y sufre de ansiedad necia. En sus repetidos insomnios, se imagina sin ingresos fijos. Hace números mentales de cuánto tiempo podría vivir de la magra indemnización que le darían, porque lo liquidaron en 2014 y las prestaciones que le tocan no son nada en realidad. Se ha planteado escenarios de horror, como no conseguir empleo en seis meses, un año o en año y medio. Ninguno le gusta. Se siente pusilánime por nunca haberse atrevido a montar su propio negocio. Y le duele no habérsela jugado para buscar otros horizontes en Estados Unidos. Ahora ya es tarde para semejante cosa. Ese loco del Trump complicó demasiado el camino para intentarlo. Y asusta oírlo tan despectivo y rudo con los que van al Norte a agenciarse “de unos centavos”. Así piensa él. Y recuerda que su edad tampoco ayuda.
El año entrante cumple 60. Antonia es su mujer. Pero podría ser Carmen o Julia. Da igual. Digamos que es Antonia, para evitar confusiones. Ella lo consuela diciéndole que “lo que vendrá, vendrá”, y que “juntos podrán enfrentarlo, siempre y cuando Dios no los abandone”. Eso sucede cuando Antonia no está en crisis por su salud. Ese mal que la aqueja le ha cambiado considerablemente el humor. Y la mantiene de malas. Es apenas 18 y Fernando cuenta los minutos para que llegue fin de mes. Últimamente ha dormido menos. Y las horas en el tráfico lo fatigan más que de costumbre, porque están reparando la carretera y el autobús va demasiado lento. Sentado en su puesto de trabajo, ve pasar a uno de sus jefes. Lo que percibe de sus ojos lo preocupa. No es usual que, viéndolo tan fijamente, de inmediato le desvíe la mirada. Fernando prefiere evadir el pesimismo y su libreta mental elabora sumas y restas, con un gran total que sugiere un mínimo excedente con el que los tenis de su hijo podrán concretarse.
Lo que ignora es que en la fábrica no llegará ni a marzo. Ni siquiera a la semana entrante. La tarde de este viernes, ese jefe que le bajó la mirada lo llamará a su oficina y le dirá “muchas gracias por los años en la empresa” y le entregará una carta para que la firme de recibida. Entonces, él se echará a llorar y sentirá que el piso se le mueve con una violencia infame. La mano le temblará antes de estampar su rúbrica y verá con una entristecida rabia el cheque de su liquidación. No habrá tenis nuevos para el pequeño. Y Antonia se enfermará más por la aflicción. Esa noche, cuando arribe a casa, sentirá el peso del mundo sobre sus hombros. Tal vez su único consuelo será que, como en otras ocasiones, las carencias terminarán uniéndolo a su esposa.
Fernando se llama este hombre. Pero podría ser Juan. O Carlos. Da lo mismo. A todos les sucede igual. Solo cambia el nombre.