Opinión

De la mano con mi hija

“Siempre que tomaba de la mano a mi hija, mi propósito era guiarla y protegerla. Hacerla sentir segura. Transmitirle a su pulso los latidos de mi alma”.

Cuando era chiquita, siempre me gustó llevar a mi hija de la mano. Me sentía importante y luminoso al caminar así con ella. En aquel entonces, su manita se adhería a la mía buscando guía y protección. Digamos lo normal; lo que manda la intuición del afecto que es único. Y con esa complicidad solíamos ir los domingos a jugar de expedición, en un bosque cercano a la casa. Nos imaginábamos mundos fantásticos y desafiantes en cada excursión. De los árboles surgían tigres y caballos, y también osos y gorilas, así como hadas que nos escoltaban mágicamente, con sus prodigiosas canastas de dones y de encantos. Manejábamos códigos secretos para escondernos de fieras acechantes o para perseguir a los seres definitivamente asombrosos. Nos deslumbraba la prístina cordialidad del agua que corría por ahí. Y también el silencio verde que reinaba en la quietud de los alrededores.

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“Siempre que tomaba de la mano a mi hija, mi propósito era guiarla y protegerla. Hacerla sentir segura. Transmitirle a su pulso los latidos de mi alma”.

Ayer vi a un padre de la mano con su hijita y recordé aquellas mañanas memorables. Mis adentros saben que no he conocido versión más honda de la ternura. Y saben con certeza que yo esperaba con intrépida ilusión nuestras caminatas dominicales. Ahora que pasaron los años, atesoro ese tiempo con un filón de memoria que me conmueve y me inspira. Hubiese querido vivirlo muchas veces más. Me arrepiento tanto de no haberlo hecho. Los días son implacables coautores de ese relato que escriben las agujas del reloj, cuando la infancia de los hijos transcurre y pasa. Son páginas que se van en un abrir y cerrar de lustros. Y que no avisan con suficiente vehemencia, no solo que jamás se detienen, sino que al irse no volverán. Uno debiera trabajar menos y ver más a sus pequeños. Aplazar cualquier compromiso o reunión para jugar infinidad de tardes con ellos. Aunque ardiera Troya. Aunque se cayera el mundo. Cuando uno va de la mano con los hijos, apenas hace falta hablar. La conexión que se estrecha en ese amoroso contacto lo expresa todo. El intercambio de sensaciones trasciende incluso los nexos genéticos. Es la creación perfecta del enlace humano. Y semejante milagro da para la totalidad vivencial: Sea eso enseñar al niño a cruzarse la calle, mostrarle los trucos de cómo tropezarse menos o instruirle acerca de los recodos y las veredas para que no pierda fácilmente la brújula. Después, cuando crecen, los papeles cambian. Especialmente con esta abrumadora tecnología que nos acoquina con sus impúdicas proezas que parecen no tener fin. De pronto uno se percata de que es el menor quien nos orienta para sacarle provecho al teléfono inteligente o para no cometer infantiles errores al enfrentarse al monstruo digital. 

Aspiro a que mi hija nunca olvide los cuentos que su papá se inventaba para entretenerla mientras recorríamos juntos las travesías de la existencia, fuera aquello en las calles habituales y repetidas, en los parques ocasionales del fin de semana o en la ruta hacia alguna insigne heladería.   

Siempre que tomaba de la mano a mi hija, mi propósito era guiarla y protegerla. Hacerla sentir segura. Transmitirle a su pulso los latidos de mi alma. Pasados 15 años desde aquellos gloriosos episodios, ahora la llevo del brazo cuando me lo permite o si ella misma lo pide. Y conversamos de lo mucho y de lo poco que ofrece la vida, en expediciones igualmente gratas y enriquecedoras como aquellas de su niñez. Pero ahora no aparecen tigres, caballos, osos ni gorilas en nuestras charlas. Y las hadas que nos escoltan son de una estirpe distinta, pues en sus canastas de prodigios y de dones lo que portan es coraje para instarnos a no abandonar la búsqueda del gran hallazgo.

El planeta es otro, siendo el mismo. Nuestro íntimo y compartido país sigue de pesadilla, luego de un breve despertar en el que los malévolos se ocuparon diligentemente de ahogarnos los sueños. Con todo, hay algo que borra de tajo cualquier desasosiego en este laberinto cruel de la diaria encrucijada: El recuerdo de llevar de la mano a mi hija durante nuestras expediciones dominicales. Mis adentros saben que no he conocido versión más honda de la ternura. Y saben también que no cambiaría nada por pasear con ella del brazo y conversar plácidamente de lo mucho y de lo poco que ofrece la vida, aunque por ello tuviera que arder Troya o caerse el mundo.

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