Escribo el domingo 20 de octubre. Hoy hace 75 años ocurría la Revolución de 1944. La voz de mi papá, relatándome aquella heroica madrugada, me trae el dulce recuerdo de sus carcajadas traviesas. Me ubica en ese contexto de entusiasmo y de optimismo que se vivió con la caída de aquella dictadura. Asimismo, me pinta la pujante puerta de una democracia que prometía libertad. Y como sigo escribiendo esta mañana de domingo, también me viene a la memoria del alma el aniversario de ayer, 19, en que se cumplió un cuarto de siglo desde que el maestro Hugo Carrillo, mi otro padre, se fue de este mundo mucho antes de lo que debió. Hay fechas emotivas para cada quien. Hay fechas que inspiran a la gente. Antes de morir, recuerdo a mi viejo diciendo que Guatemala necesitaba “otro 20 de octubre”. Estuvo cerca en 2015. Él ya no vivió para verlo.
PUBLICIDAD
Inolvidable cuando juntos celebramos la caída de Somoza en 1979. Jamás nos imaginamos que Daniel Ortega pudiera llegar a ser incluso peor, como ya lo está siendo. Hay ciertos países que no saben tocar fondo. Que siempre logran superarse en lo tenebrosamente trágico. Hay otros, muy similares, que nunca alcanzan a resolver su historia y que suelen atascarse en sus círculos viciosos. Como aquellos seres adictos a la autodestrucción que, a pesar de que la familia invierte fortunas en sanatorios especializados, al solo ser dados de alta comienzan de nuevo con la ruleta de la muerte en su carrusel patológico.
“Eso es lo que necesitamos aquí. Algo que sintamos tan propio como para que lo defendamos con honor y gallardía, sin miedo a las consecuencias. Algo que nos contagie la dignidad”.
Eso retrata Hugo Carrillo en su teatro. La maldición inevitable (con oportunidades permanentes) que se alimenta a sí misma de su despiadada mezquindad. Fueron sus obras un dibujo poético de las bajezas humanas, pero también de la grandeza que entraña la rebeldía de la libertad. Lo registro con nitidez hablando de nuestra errática manera de no superar las taras del cruel e infame subdesarrollo. Y lo oigo apostar por la cultura como un preventivo de la desilusión y un motor de prosperidad solidaria. “El artista es el maestro de la esperanza”, decía. Y es precisamente lo que ahora nos urge: Gente que sepa sugerir la ruta y que luche para que la vocación por la justicia no se rinda.
Es fundamental que el relato histórico encuentre un cauce para ser asumido. Es inapelable que los ríos de sangre que han marcado el follaje de nuestra narrativa política sean capaces de limpiar sus aguas. En Guatemala, los sueños truncos han sido la norma. Las grandes promesas de un mañana favorable se han estancado en la codicia de burdos asesinos que multiplican la muerte con balas o con negocios turbios y también en la mediocridad de histéricos indeseables a quienes les queda enorme hasta la luz más nimia.
En este simbólico e incomprendido 20 de octubre en el que escribo, me imagino una Patria sin tanta soberbia y con menos desencanto. Una Patria que, en su pequeñez de territorio, prodigue la suficiente grandeza como para no echar a patadas a sus hijos, como ahora sucede con los migrantes. Y así recuerdo las recientes palabras del presidente Alejandro Maldonado Aguirre, cuando al ser preguntado acerca de su patrimonio favorito de nuestro país contestó con una frase muy fuerte y absolutamente abarcadora: “Me quedo con el paisaje, porque es para todos”, afirmó.
Eso es lo que necesitamos aquí. Algo que sintamos tan propio como para que lo defendamos con honor y gallardía, sin miedo a las consecuencias. Algo que nos contagie la dignidad.
No hablo de los ruines intereses personales que tanto daño nos han hecho ni de la obscena corrupción que ha dejado millones de víctimas. No. Me refiero a un concepto que se parece mucho al de ser “maestros de la esperanza”. Hablo de “otro 20 de octubre”.