1. “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Así dice Fito Páez en una de sus canciones. Son palabras que inspiran. Palabras que suavizan el alma. Diferente es que alguien pregone o demuestre que viene a ofrecer su hígado. Su ira. Su rabia. Su inquina. Sin embargo, algunos personajes públicos solo disponen de eso. No dan para más. Son limitados en sus atributos humanos y hacen padecer a multitudes por su dolosa incompetencia. Esa que se evidencia en el rústico provecho que sacan de sus efímeros puestos, cuando atropellan sin piedad y probablemente sin cargos de conciencia. Es patético verlos agazapados en su podredumbre, alabándose entre sí, temerosos de no conseguir la suficiente impunidad como para dormir tranquilos. Y de ese truculento modo, la pesadilla que le propinan a la gente se les revierte y los tortura. Con su ira. Con su rabia. Con su inquina. Precisamente en ese hígado maltrecho y putrefacto que guía sus venganzas. Queda, por otro lado, la ciudadanía que lucha por el país. La que se la juega por las futuras generaciones. Aquellos seres heroicos que, como dice la canción de Fito Páez, preguntan y proclaman: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”.
PUBLICIDAD
2. Así como hay relaciones gana-gana, hay otras pierde-pierde. Igual sucede de Estado a Estado, como en las fluctuaciones interpersonales. Existen planteamientos “amor-odio” que describen los vaivenes entre humanos que a veces congenian y a veces discrepan, con encontradas pasiones de por medio. Pero la tragedia se consume cuando, en el comportamiento de una sociedad, ciertos grupúsculos imponen deliberadamente el círculo vicioso del “odio-odio”, respaldados por patrocinios que van desde la torpeza incauta hasta la complicidad maledicente. Suele ocurrir cuando la disposición es inventar un supuesto enemigo común que en realidad no existe. Goebbels lo sabía muy bien. Hoy día es una actividad sumamente lucrativa que se vale de traumas nunca superados, de prejuicios implacables de tradición familiar y también de despechos que proyectan sus frustraciones internas. El resentimiento no proviene únicamente de las clases desposeídas, como se ha pretendido hacer creer. Hay mucho de eso entre los sectores acomodados, no digamos en las capas medias. El rencor de clase es usado para dividirnos entre los de aquí y los de allá. Entre los “moralmente superiores” y los “parias desechables”. Todo eso también lo sabía Goebbels. Y lo sabe Maduro. Y Trump. Y Ortega. Y Bolsonaro. Y Johnson. Y muchos más que ni siquiera merecen ser nombrados, porque resultan ser incluso peores que los peores innombrables.
“Pero la tragedia se consume cuando, en el comportamiento de una sociedad, ciertos grupúsculos imponen deliberadamente el círculo vicioso del ‘odio-odio’”.
3. Un liderazgo irresponsable y cínico no alcanza la mínima categoría para representar lo que conocemos como “la unidad nacional”. Despotricar ojerizas y tirrias es un derecho, salvo para aquellos que, se supone, debieran propiciar el acercamiento y la paz. Hablo de los hipotéticos líderes políticos, religiosos y sociales. De los que están obligados por el decoro del cargo que desempeñan a procurar la restauración del tejido social. El tono belicista y agresivo denota falta de equilibrio en el manejo de las emociones. También sugiere una prepotencia de muy baja estofa. Y eso, con poder, es muy peligroso. Ahora mismo, el planeta corre inconmensurables riesgos por la insensatez de coléricos que, cual niños berrinchudos, siempre quieren salirse con la suya, aunque para ello tengan que pasar encima de innumerables cadáveres.
4. El odio no hace Patria. El respeto, sí. A veces, granjearse el odio de seres abominables implica el respeto de seres luminosos. Y la Patria se hace con luz, no con cavernas.