Es sumamente obvio que hay quienes están aprovechándose de los errores, las debilidades y los disparates del Tribunal Supremo Electoral para intentar una especie de “tormenta perfecta”.
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No puede haber sanas intenciones detrás de tan burdas maniobras. Sin embargo, la innecesaria confusión originada en las graves pifias logísticas durante las elecciones les abrió la puerta a los desinformadores de siempre para regar veneno.
Hablar de fraude es irresponsable y doloso. Especialmente si lo vociferan los grandes perdedores, como por ejemplo los candidatos del partido oficial. Y mientras los magistrados del TSE sigan sumidos en el desconcierto, la necedad y la insensatez, el peligro que enfrentamos es enorme y creciente.
Las acciones del Tribunal deben ser firmes, calculadas y contundentes. No es aceptable que improvisen o que vacilen.
Nuestra democracia, en este momento al borde del precipicio por el contubernio maligno entre diversos integrantes de los tres poderes del Estado, se ve paralelamente amenazada por unos magistrados que no logran manejar la crisis con la mínima lucidez. Le guardo un especial cariño a Julio Solórzano, su actual presidente. Conozco su capacidad y su decencia.
Lo mismo puedo decir de María Eugenia Mijangos y de Mario Aguilar Elizardi. Es triste verlos naufragar en este mar de tempestades prevenibles. Pero más triste será tener que señalarlos de cualquier colapso institucional si no reaccionan pronto. Las matemáticas son reveladoras cuando de multiplicar incidentes se trata.
Desde la “invasión” que un grupo de radicales hizo en la sede del TSE en agosto del año pasado, argumentando que el convenio firmado con la CICIG era el preámbulo de un proceso fraudulento, los magistrados debieron contestar de manera tajante a lo que, a todas luces, era un plan de desestabilización. Pero no. La timidez primó y el asunto fue subiendo de tono sin que se pronunciara con determinación para calmar las aguas y poner en su sitio a los agitadores, cuyo vocero principal resultó siendo el mismo presidente, Jimmy Morales.
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La comunicación del TSE ha sido débil y deficiente. No solo en este episodio. Hace meses que no dan una a la hora de informar a la población. Y si a eso se añaden las fallas garrafales en aspectos como la contratación de digitadores o el diseño de un software para la transmisión de datos, la debacle que se gesta por estos días se vuelve algo tan previsible como el sol de mañana.
Habrá que ver hasta dónde llega el descuido del TSE y hasta qué punto causaron daño posibles infiltrados.
Lo cierto es que la desconfianza aumenta y no parece, por ahora, que haya una respuesta articulada y eficiente para detener la avalancha que se viene, si no se logra de inmediato una reparación del daño ya causado.
Magistrados: Admitan los errores y organícense cuanto antes para corregirlos. Ignoren sus líos internos durante esta crisis. Controlen sus egos y sus rencillas. Denuncien lo que precise ser ventilado públicamente, aunque ello implique desgastes. Contraten a una empresa externa y de prestigio que resuelva con celeridad este atolladero. Disipen cuanta duda flote por el ambiente.
Sean directos para comunicar. Los mensajes para quienes ya no confían en el Tribunal deben ser convincentes e irrebatibles. Urgen los resultados y la certeza de estos. Cada hora que transcurre sin que se aclare el panorama va en contra del TSE. Y también de nuestra democracia. Esto no es un juego, y quienes complotan desde lo sórdido son implacables.
No se vale que, por falta de entereza y de sentido común, los magistrados permitan que el descalabro llegue hasta la tragedia.
Hay infinidad de intereses espurios alrededor de esta tensa página de nuestra historia. Los radicales de ambos lados del espectro ideológico no miden los riesgos que para el país se incuban, a gran velocidad, por este desbarajuste evitable. No es casual la repetición de actores en este guion de la maldad. Tampoco lo es la adición de quienes pretenden romper el sistema a costa de lo que sea, sin medir las consecuencias de lo que tal cosa conlleva.
Esta “tormenta perfecta”, sumada a una serie de eventos desafortunados, solo puede promover el pretexto para un acto deleznable en el que perderíamos todos. El domingo 16 de junio no hubo fraude electoral. El desatino y los “horrores” cometidos por la frivolidad del manejo en los datos no se comparan con las sucias artimañas de 1974. Y la razón es que, contrario a aquel entonces, esta vez no se alteró la voluntad popular en las urnas.
Aunque revisen cien veces las actas, los mismos candidatos pasarán a la segunda vuelta. Las juntas receptoras de votos no merecen el vilipendio del pueblo al que sirven de forma tan heroica.
Y pido, por favor, no olvidarse de lo fundamental: Cada hora que transcurre sin que se aclare el panorama va en contra del TSE. Y también de nuestra democracia.