Opinión

Cuando más es mucho menos

“Es hora de sacar la política de las cortes y de devolverla a la arena del debate. Hay entusiastas que buscan semejante hazaña, incluso en estas elecciones en las que la DEA ya ocupa un rol protagónico y los antejuicios bailan una cumbia destemplada”.

Me cuesta entender a la mayoría de candidatos a cargos de elección popular. Ni de broma me gustaría estar en sus zapatos. No me veo en su situación. Y es fácilmente explicable: No tengo vocación para político. Carezco de las destrezas que se precisan para buscar una diputación, una alcaldía o una presidencia. Mi oficio es otro. Y pese a dedicarme a una profesión que me obliga a exponerme públicamente casi a diario, no me hago en una tarima frente a una multitud intentando articular un discurso lleno de promesas y de fogosidades. Para disfrutar eso se precisa de un tipo particular de personalidad, o bien, siendo optimista, de un profundo ideal que sea capaz de romper las barreras con tal de alcanzar un noble objetivo. Pero insisto: Desempeñar bien un trabajo necesita de muchas horas de dedicación y de un talento que vaya puliéndose en la faena permanente. En tal sentido, la política como profesión implica lo mismo, digamos, que la medicina. Y no puede improvisarse. No hay cirujanos express que de la noche a la mañana sepan usar con soltura un bisturí. Tampoco puede haber grandes estadistas que surjan del azar o de la pésima ortografía. Eso aquí lo sabemos de sobra, porque lo hemos padecido y muy dolorosamente. Y nada sugiere que nos dirijamos hacia un destino más prometedor.

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“Es hora de sacar la política de las cortes y de devolverla a la arena del debate. Hay entusiastas que buscan semejante hazaña, incluso en estas elecciones en las que la DEA ya ocupa un rol protagónico y los antejuicios bailan una cumbia destemplada”.

Lo aclaro: No escribo para desalentar a quienes participan con enorme entusiasmo en estas elecciones. De hecho, a buena parte de quienes se la jugaron aceptando un candidatura, los admiro. Solo trato de imaginar cómo actuaría yo si hubiese dado el paso. Seguro que si me sintiera un aspirante correcto y formado, me frustraría horrores ver que otros muy por debajo de mis condiciones me aventajaran en las encuestas. Y si fuera uno de esos que, a fuerza de dinero y de tozudez, aunque sin carisma, logran colocarse en posiciones ganadoras, me costaría conciliar el sueño del puro terror a desplomarme como un enclenque muñeco de cartón a la hora de montarme en un caballo al que no voy a poder domar sencillamente por no ser un vaquero competente.

Para hacer buena y efectiva política partidista (para el provecho del país) se precisa de muchas ganas de sudar la camisola de Guatemala, no de una burda debilidad por verse en grandes vallas ni de una ambición desmedida por forrarse de dinero con algún negocio sucio. Distancia y categoría entre cada especie. Son los segundos y los terceros quienes realmente abundan.

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Alguna vez, con lúcida certeza, Pablo Rodas Martini describió la aventura de los candidatos que son turistas en la política como gente que se compra un boleto para subirse a la montaña rusa y después, cuando se acaba la vuelta, tranquilamente se bajan del carrito y siguen su camino como si nada. Lo hacen luego de jugar un rato y tras “pasársela bomba”, como quien va a un parque de diversiones y puede pagarse el paseo.

En medio de esta campaña con tanta incertidumbre, me parece oportuno recordar que el exceso de candidaturas no implica de por sí calidad de participación. Pero admito que por algo se empieza. E insisto: Me cuesta ponerme en los zapatos de la mayoría de aspirantes a cargos de elección popular. Tener que venderse a sí mismos, como están obligados a hacerlo, me lleva a compadecerlos. Me conmueve el Photoshop de sus retratos. En algunos casos, me causan repulsión sus “familias perfectas” y sus “intachables” trayectorias de “gente de bien”, sobre todo cuando defienden los valores conservadores de nuestra sociedad tan hipócritamente proclive a la cuádruple moral.

Es hora de sacar la política de las cortes y de devolverla a la arena del debate. Hay entusiastas que buscan semejante hazaña, incluso en estas elecciones en las que la DEA ya ocupa un rol protagónico y los antejuicios bailan una cumbia destemplada.

Mi respeto para ellos, los idealistas de aquí y de allá, aunque sean los menos y al final no ganen. Es una pena que, habiendo tanta necesidad de estadistas honrados, sigamos votando por los que representan los prejuicios más ruines o por los que mejor arman su demagogia. No es solo aquí, he de decir. Pero eso tampoco es un consuelo.

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