Opinión

Cada vez más pesados los turnos

"Lo reitero: aquí sigue la procesión. Y cada vez son más pesados los turnos".

Salgo a caminar la procesión. La Semana Santa es atípica por lo atípico de la campaña. El país vuelve a bordear el precipicio y deambula, con los ojos vendados, muy cerca del descalabro. Con memoria selectiva para acomodar sus prejuicios y sus conveniencias. Ajeno a lo obvio. En modo zombi, pero fingiendo que presta atención. Las cortes parecen tener la palabra. Pero también disponen del silencio. No es ahí donde debieran dirimirse estas justas, valga la ironía. El grato olor a corozo ahuyenta por segundos todo lo que cotidianamente huele a naufragio. Absorbo con emoción el acompasado bombo que sirve de puente para que los músicos ordenen sus partituras. El incienso me trae a la memoria aquellos rituales que definen mi identidad. Espero el cortejo en la eterna esquina desde la niñez. Caras conocidas y otras por desconocer. Como en esta temporada política. El pronóstico de hoy intuye tormentas de bajeza con los titiriteros de siempre, y algunos más que, gustosos, se añadirán pronto al baile. Es penoso que el mandatario sugiera la posibilidad de fraude en las urnas y que denigre, sin solvencia, al Tribunal Supremo Electoral. Bien ha hecho el nuevo magistrado presidente en contestarle que, si tiene conocimiento de alguna anomalía, interponga la denuncia correspondiente. No lo hará. Como tampoco lo harán sus compinches. Nunca los muñecos de ventrílocuo pasan de repetir lo que su dueño expresa con la boca contraída. Es una norma de la simulación. Y aquí, contrario a lo que se piensa, en ocasiones se concreta antes la estafa y después la regla. Es decir: hecha la trampa, hecha la ley.

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El país perdió impulso. Se adivinan los escombros que pretenderán maquillar como si fueran patrióticos legados. Mediocridad que sale cara. Cola siniestra del dinosaurio que insiste en sacarle provecho a su caducidad.

"Lo reitero: aquí sigue la procesión. Y cada vez son más pesados los turnos".

Mientras escribo, se quema Notre Dame. El desplome de su legendaria aguja y las indómitas llamas entristecen al mundo. Macron tuitea que “juntos”, todos los franceses van a reconstruir el patrimonio dañado. Seguro lo harán mucho antes de que aquí logremos recobrar lo poco que queda del proceso que empezó hoy hace cuatro años. Sigo caminando la procesión. Me contagio del heroísmo de los cucuruchos que, bajo un sol inclemente, harán el recorrido completo de este nazareno. Me arrimo a un balcón para cobijarme a la sombra de su cornisa. Veo en un chat la sentencia de un amigo que anuncia el fracaso del movimiento ambientalista. Lo cito: “La maquinaria económica global y el crecimiento del consumo fueron imparables”. Vislumbro un planeta de catástrofes aterradoramente predecibles. No solo por lo que afirma mi brillante amigo. También por la credibilidad al alza de las voces más criminalmente radicales. No debemos extrañarnos de que las cavernas se consoliden en estos lares apagados. Y, sin embargo, me alienta que todavía haya gente que se la juegue, llevando todas las de perder, por abrir una rendija en esta rotunda oscuridad. Gente digna y valiosa que resulta víctima de provocadores profesionales. No todo se ha hundido en este mar tan cínicamente abrumado; los desperdicios vertidos en sus aguas no han domado todavía el vaivén de las olas. No en su persistencia medular, creo yo. Y eso sugiere que la fe no se rinde.

Sigo siguiendo lo que sigue de la procesión siguiente. La redundancia me acosa cuando el país se pone más denso. Estoy cansado de tanta desesperanza y desesperanzado de tanto cansancio. Repito mi recurrente espejismo en una revelación repentina: veo al nazareno tirar su cruz y, desde las andas, proclamar el retorno de la ética que va directa a los corazones de quienes habitamos esta tierra de desencuentros. Aspiro, en mi estrambótica escena de “ciencia fricción”, que el pavor invadirá a los más pecadores y los hará hincarse frente a diostodopoderoso, implorando misericordia por haberse robado, sin piedad, los recursos del Estado y condenado así a incontables niños al desahucio cerebral, o a millones de enfermos a no recibir a tiempo un medicamento sobrevalorado. Ese mismo medicamento que antes utilizaron para un infame y jugoso negocio.

La procesión no se detiene. Yo sigo caminándola con el fervor y la nostalgia de quienes amamos el Centro Histórico. Sé que el nazareno continuará su ruta de regreso al templo y que no tirará su cruz para predicar con su intachable palabra, esa ética extraviada que se guarda en el cajón de la vileza, y que tanta falta nos hace. Me persigno. El fuego en Notre Dame no ha sido controlado aún. Tampoco los incendios forestales que devastan áreas protegidas de Guatemala. Lo reitero: aquí sigue la procesión. Y cada vez son más pesados los turnos.

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