Opinión

La noche todo el día

“Le extraña que en la radio no suenen cancioncitas como antes, pero ve con desprecio la propaganda colocada, súbitamente, en los postes de energía eléctrica”.

Marta sale de su casa a las cuatro de la mañana. Suele coincidir con el amanecer cuando va en el autobús. Pero entre tanta gente, nunca lo ve. A veces, solo lo intuye. A veces. El esquivo amanecer, siempre tan puntual, pasa inadvertido para ella. A esa hora, como en casi cualquier rincón de su reloj, otros asuntos la afligen. Penas de verdad. Penas incontables. Penas que son callejones tapiados. Su marido la dejó hace cinco años y no la ayuda en nada. Los tres hijos que le dio son su única felicidad, pese a que le causan más problemas que alegrías. Marta trabaja como empleada doméstica en una casa de la clase media. No le alcanza lo que gana. Y ni siquiera vive al día; vive con tres o cuatro meses a cuestas, porque debe. Debe mucho. Y cada vez que se sube a ese atiborrado autobús, se persigna porque sabe que cualquier atrocidad puede ocurrirle en el camino. Tal y como ha sucedido una veintena de ocasiones. En los trayectos del transporte público, a Marta le han robado el sueldo, el teléfono y hasta los aretes que su papá le regaló a sus 15 años. Acostumbrada está a que la toquen los hombres cuando va de pie. Ya se cansó de tratar de defenderse. De pelear contra lo inevitable. Más le lacera el alma recordar que sus dos hijas integran la lista de las ultrajadas en la oscuridad de alguna esquina. Dos adolescentes que jamás denunciarán el vejamen sufrido. Dos víctimas anónimas protagonistas recurrentes del subregistro. Su hijo varón no se queda atrás. La desnutrición crónica ya lo condenó a un futuro nebuloso, porque cuando vino al mundo, el abandono de su padre complicó las precariedades en las que ya vivía.

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“Le extraña que en la radio no suenen cancioncitas como antes, pero ve con desprecio la propaganda colocada, súbitamente, en los postes de energía eléctrica”.

Por lo que oye en la casa donde labora, Marta sabe que el país acaba de empezar una campaña electoral. Le extraña que en la radio no suenen cancioncitas como antes, pero ve con desprecio la propaganda colocada, súbitamente, en los postes de energía eléctrica. Y los ve con desprecio, porque su conocimiento profundo y punzante de la realidad la lleva a la conclusión de que la inmensa mayoría de quienes tanto prometen, lo que buscan es engañar a gente como ella para después hincharse de dinero y no cumplir lo que ofrecen. Le recuerdan a su marido, el golpeador mentiroso. Y también a su patrona, la quisquillosa neurótica. Y a la hija de esta, la frívola insolente. Y a los hombres del autobús, los despreciables abusivos. Y a los ladrones de siempre, los desvergonzados implacables.

Por azares del destino, Marta se cruzará con un mitin en los próximos días. La curiosidad la hará detenerse a oír lo que el candidato arengará desde la tarima. Las vacías y falsas palabras, dichas con cínica fogosidad, no harán eco en sus esperanzas. Sabe a ciencia cierta que los tiempos malos ahora son peores. Que lo tenebroso y lúgubre, en el fango se multiplicó. Los candidatos le causan asco. No confía en ninguna autoridad. Detesta la voz del presidente. Y nota, con angustia, cómo varios de sus vecinos emprenden el camino hacia el Norte.

“Y los ve con desprecio, porque su conocimiento profundo y punzante de la realidad la lleva a la conclusión de que la inmensa mayoría de quienes tanto prometen, lo que buscan es engañar a gente como ella, para después hincharse de dinero y no cumplir lo que ofrecen”.

Ahora va de regreso a su casa. La odisea cotidiana en ese riesgoso transporte público la ha hecho fuerte. Son tres horas diarias de tumultos y de abusos. Tres horas de “alma en un hilo”, porque teme encontrarse con amarguras cuando llegue. Eso de que los hijos pasen las jornadas a la buena del diablo le crea una ansiedad que la descorazona. En el asiento de atrás alcanza a percibir una conversación ajena de dos sujetos que discuten de política. Uno que cree; otro que duda. Y Marta los oye, no como oír llover, sino como al mojado abatimiento que llora bajo la lluvia. Entonces recuerda sus mañanas y se percata de lo obvio: Con tanta podredumbre entre quienes prometen lo que saben que no van a cumplir, ella está condenada a levantarse de madrugada el resto de su vida, con los agravios y las privaciones que marcan su dura supervivencia, sin que tal cosa conlleve ver algún día el amanecer. Ese amanecer que sucede mientras ella padece de tumultos y de ofensas en el autobús. Ese amanecer que prometen los candidatos, aunque sepan que sus vacías y falsas palabras, dichas con cínica fogosidad, jamás harán eco en las esperanzas de aquellos que precisan, con urgencia, que la noche por fin se les termine.

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