Opinión

La salida de este túnel

“Es detestable oír a los más corruptos criticar a sus pares por su bajeza moral”.

¿Quién está pensando qué hacer a partir del 14 de enero de 2020? ¿Habrá algún candidato a presidente que se lo esté planteando con mediana seriedad? ¿Tendremos aspirantes a diputados que se formulen interrogantes acerca de la probable agenda legislativa del próximo año? En esta coyuntura de vorágine, lo urgente se come por mucho a lo importante. Y eso, aunque no es nuevo, ha alcanzado niveles terribles durante los últimos tiempos, porque además de que no se atienden con prontitud las emergencias de la gente, el descalabro institucional premeditado ya trajo estragos consigo en varias entidades estatales. Y no solamente ahí: También en el alma de la colectividad, en ese delicado y sensible territorio de lo que resumimos en la palabra “esperanza”.

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No suelo comparar las realidades de un hogar con las del país. Es técnicamente fallido. Sin embargo, a veces resulta útil hacerlo. ¿Qué ocurre cuando las autoridades y las élites carecen de visión para propiciar el desarrollo de una sociedad? Creo saber la respuesta: Sucede algo muy similar a lo que les pasa a las familias que no se organizan y que se concentran solo en lo inmediato, pese a disponer de suficientes recursos como para apostarle al largo plazo. Es un ejemplo muy elemental, pero funciona: Un núcleo familiar sensato se endeuda para adquirir una vivienda. Así, en 15 años, dejará de pagar renta y tendrá un patrimonio sólido y concreto del cual echar mano. Muy diferente es cuando esa misma familia lleva una vida por encima de sus posibilidades y termina topando varias tarjetas de crédito para mantenerse “la fiesta”. Es decir, los “modelitos”, la discoteca, el carro del año y los lujos arribistas. Esa es la fórmula directa para el colapso.

“Es detestable oír a los más corruptos criticar a sus pares por su bajeza moral”.

Algo parecido, guardando las distancias, se da con los países. El nuestro no debería planificar a la espera de resolver únicamente los próximos tres meses. O bien perderse en obsesiones improductivas y fatuas, como se muestra en casi cada acción del actual gobierno. Hace mucho que es hora de imaginarse la Guatemala que queremos dentro de 20 años. En lo económico. En lo social. En lo político. En lo ambiental. No es descubrir el agua azucarada afirmar que un país sin estadistas va hacia el abismo. Lo que conviene recordar es que el desplome no se da de golpe, sino por episodios. De ese modo en el que, cuando empezamos a percatarnos, las carreteras están destrozadas, la policía es desmantelada en nuestras propias narices, suben las cifras de desnutrición crónica infantil, las migraciones se multiplican por falta de alimentos, el tráfico se vuelve una tortura casi a toda hora, se pierden las más valiosas zonas verdes y el saqueo descarado se roba los tesoros culturales irremplazables sin que nadie diga “pío”. Me explico: La gobernabilidad va cediendo terreno a la desesperanza desordenada y sin rumbo. Y nadie sale ganando con esto, salvo las peores mafias a las que nada les importa, si no sus turbios negocios.

Me angustia el desparpajo irresponsable con el que buena parte de la población se toma esta debacle en ciernes. Y ahí vuelvo a la comparación, burda y antitécnica, entre las familias y los países. Es una ficción afirmar que habrá liderazgos en los días venideros que muestren coraje para enfrentar este pantano de impunidad en el que nos hemos acostumbrado a movernos. Hay una frase de Julio Cortázar que siempre me ha parecido idónea para la Guatemala que desde siempre me tocó vivir: “Nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”. Me choca la gente que proclama con una ingenuidad cínica que “nos urge ser positivos y olvidarnos de lo malo que nos circunda”. Solo asumiendo la podredumbre puede alguien intentar librarse de semejante lastre; el lastre de la putrefacción.

Es detestable oír a los más corruptos criticar a sus pares por su bajeza moral. Mientras tanto, la coyuntura nos devora con sus implacables fauces. Y casi todos nos sentimos perturbadamente cómodos en este torbellino de desconfianzas que nos hunde hasta lo más hondo. ¿Quién está pensando qué hacer a partir del 14 de enero de 2020? ¿Habrá algún candidato a presidente que se lo esté planteando con mediana seriedad? ¿Tendremos aspirantes a diputados que se formulen interrogantes acerca de la probable agenda legislativa del próximo año? Sé que hay algunos que sí. Pocos, pero los hay. Dudo mucho, sin embargo, de que haya mayoría para apoyarlos. La enfermedad ha calado demasiado en nuestros huesos. Me auxilio ahora de una frase que alguna vez oí en una vieja película: “Aferrarse al odio es como tomar veneno y esperar a que la otra persona muera”. Envenenados no podremos seguir con vida. Solo si rompemos de tajo con el odio, alcanzaremos el futuro. Solo si rompemos con la oscuridad, podremos esperar que la luz se apiade de nosotros y que así regrese. Porque por difícil de creer que sea, aquí alguna vez hubo luz. Luz de primavera. De ahí la inaplazable pregunta: ¿Habrá alguien que se anime y que se atreva a buscar seriamente la salida de este túnel? Juzgue usted.

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