Opinión

El tráfico

“En el ínterin, los sueños se postergan. Los niños crecen. La vida se va. Y el reloj no se detiene y vamos tarde”.

Solía ser una estampida de llantas en cámara lenta. Ahora es una tortuga que cambia la “g” por una “r”. El atasco diario se volvió un personaje crítico en la narrativa del hastío. Madrugar inhumanamente va de la mano con su guion. Niños que desayunan en la improvisada mesa de un asiento trasero. Mujeres que se maquillan con el volante como delineador y la angustia como sombra. Hombres que terminan de hacerse el nudo de la corbata, con el nudo en la garganta. Miles de miles que viven, en rutina propia, la autobiografía de las sardinas. Y el reloj no se detiene y vamos tarde.

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El idioma de los motores gruñe durante casi toda la jornada. Ya no hay verdaderas franjas pico. De lunes a viernes, Lorenzo Obrero invierte tres horas de ida y tres horas de vuelta. Exponiendo la vida. Apretado. Con desayuno magro. Pensando en emigrar. Cansado de tanto fastidio. A ese ritmo, en 10 años habrá invertido el equivalente a 625 días de su existencia en ir y venir. Al mes, son 120 horas. Además, el “servicio” de transporte es pésimo. A Roberto Ejecutivo le va un poco mejor. O menos peor, dependiendo de quién lo juzgue. Por disponer de un carro, sus viajes entre la casa y la oficina, y viceversa, son de 180 minutos. Lo que suman dos encuentros de futbol. Su familia lo resiente; también su estrés. No digamos su salud mental y la de quienes con él comparten techo. Es una condena sin apelación posible. Llegar a casa es como “la hora de visita”. Infinidad de sueños se postergan. Las gracias de los niños se difuminan en un relato del cual no se es parte. Aturde tanta frialdad en la inercia de las mismas calles. Y el reloj no se detiene y vamos tarde.

“En el ínterin, los sueños se postergan. Los niños crecen. La vida se va. Y el reloj no se detiene y vamos tarde”.

A Teresa Conserje no le sonríe el destino cuando va hacia el edificio donde labora. Tampoco de regreso. En la lentitud de la masa vehicular es vejada con dolorosa frecuencia. Su esbelta figura la castiga. Abundan las manos arbitrarias que la sojuzgan. Y mientras más prologando es el trayecto, no por distancia sino por atolladero, más son los ultrajes que debe sobrevivir (¿o sobremorir?) en sus desplazamientos programados. Teresa Conserje es madre y se queja de no cuidar a sus hijos como quisiera. De no dedicarles las tardes que se merecen. De no disfrutarlos en sus descubrimientos asiduos y tenaces. Para ella, la palabra “embotellamiento” no solo significa la sombría tardanza con que se mueven los automóviles alrededor de sus recorridos. “Embotellamiento” le recuerda a su marido: Gilberto Jardinero. El que hoy tal vez tiene empleo y mañana tal vez no. El que cuando gana dinero arreglando rosas ajenas, seguramente terminará en la cantina. A Teresa le duele verlo desplomarse en el precipicio del alcohol. Le pesa el equilibrismo de sus precarios ingresos fijos. Añora lo que jamás ha tenido: tranquilidad a fin de mes. Quisiera no envejecer tan a prisa como se lo revela el espejo. A sus 35 parece de la tercera edad. Y el reloj no se detiene y vamos tarde.

Solía ser una estampida de llantas en cámara lenta. Ahora es un tráfico que cambia la “f” por una “g”. “Trafedia” podría llamarse este drama de incontables actos. De cada 10 automóviles, ocho van con un solo pasajero: el conductor. A corto plazo no hay esperanza de que podamos abordar un metro subterráneo o un tren de cercanías que nos lleve, seguros, a nuestros destinos. Los pasos a desnivel nos desnivelan los pasos. Los reversibles nos alivian a medias. Emergen los planes de emergencia, pero se tropiezan con los carros que se quedan sin combustible.

Las artimañas tecnológicas recalculan y recalculan y vuelven a recalcular; así como beben los peces en el río en la temporada del gran consumo. Los agentes de tránsito se multiplican y se la juegan contra un adversario histérico que no perdona. Demorarnos una hora en una cuadra es tan normal como quedarse varado en un estacionamiento gigante que finge ser una vía de circulación. Es tediosa la monotonía con horario determinado. Especialmente cuando se sabe que una pieza del automotor está por colapsar. En el ínterin, los sueños se postergan. Los niños crecen. La vida se va. Y el reloj no se detiene y vamos tarde.

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