No podemos ser indiferentes al drama de los migrantes. Su transitar por la ruta es un grito que rompe el alma. Es una muestra desgarradora de lo que significa ya no tener nada qué perder. La caravana que salió días atrás desde San Pedro Sula, Honduras, es un monumento caminante a nuestro fracaso como sociedad. Porque aquí no estamos ni lejanos ni ajenos de eso. Me emociona, sin embargo, que la gente en Guatemala haya respondido con tanta solidaridad frente a esta desesperación tan palpable. Y uno se explica fácil la identificación con el cuadro.
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Casi todos tenemos a alguien en Estados Unidos que se fue porque allá sí había trabajo. He ahí el meollo del asunto. Los migrantes desafían los peligros más implacables con tal de conseguir una oportunidad. Esa que su tierra les niega. En nuestro país, de cada 200 mil jóvenes que salen cada año a pedir empleo, solo el 10 por ciento consigue algo formal. Abundan los padres de familia que, hartos y exhaustos de no encontrar una plaza, optan por la riesgosa travesía. Es entendible el coraje acongojado con el que terminan tomando la decisión. El hambre es mala consejera. Pero a veces es la única que alza la voz lo suficiente como para que la valentía surja desde lo más recóndito. Se equivocan quienes creen o dicen que los migrantes se van “porque quieren”. Lo hacen porque no les queda otra.
En la caravana se ven mujeres embarazadas, gente de la tercera edad, familias partidas, niños en brazos. Todos sin imaginarse la crudeza de porvenir que puede tocarles. Se habla de que hubo manipulación política para mover a estos miles de seres humanos. Quienes se detienen en ese aspecto culpan al adversario ideológico y lo señalan de aprovecharse de las precariedades de los más pobres. Carezco de los elementos como para meterme en ese debate. Lo que me salta a la vista, y a la conciencia, es el desamparo colectivo de este Triángulo Norte, cuyos gobernantes dan pena y sobre todo, vergüenza. No de ahora nada más, sino de casi siempre. En realidad, a las autoridades de turno les importa un comino lo que a estos migrantes les ocurra. Solo les inquietan las posibles consecuencias en sus personalísimos nidos de intereses.
En paralelo, las amenazas que llegan desde el norte son inhumanas y oportunistas. Un electorado permeable al espectáculo despiadado podría caer en la trampa de premiar la crueldad en aras de una supuesta defensa contra una “invasión”. Pienso que mucho de lo que trasciende no es casual ni improvisado. Se abusa del término “terrorismo” y se minimiza la miseria de quienes hacen fila humana para avanzar, temerariamente, hacia el río Grande. Hasta desconfío de las verdaderas intenciones de aquel discurso del presidente en que anunció la expulsión de casi cien integrantes de ISIS. Porque si semejante cosa fuera cierta, como me dijo un muy experimentado amigo diplomático, esta sería la operación más exitosa de la historia contra el Estado Islámico, aparte de las concretadas en Irak.
La migración hacia Estados Unidos no puede sino volverse cada vez más numerosa y desafiante. La angustia diaria crece en la región. Las élites brillan, no por su ausencia, sino por su indolencia. Aunque parezca exagerado afirmarlo, ese infortunio de lanzarse a la carretera a retar un destino hostil, con una mano adelante y otra atrás, no debe verse ni tan lejano ni tan ajeno para la clase media de nuestros países. Mientras el músculo ciudadano no obligue a los políticos y a sus financistas a ocuparse de las mayorías excluidas, el deterioro será capaz de alcanzar a gente que hoy, sin siquiera sospecharlo, camina por la cuerda floja de una crisis rodeada de abismos. Ser migrante no es gracioso. Menos aún cuando se deja en casa a la mitad de la familia. Los augurios para quienes atraviesan México con la esperanza de una nueva vida en Estados Unidos se pintan terribles. No es hospitalidad lo que les espera. Tampoco episodios de misericordia. Pies llagados, lluvia y calor, enfermedades por intemperie, asaltos y vejámenes. A todo eso se expone esta caravana.
Por ello, no debemos ser indiferentes al drama que representan. Resulta frustrante, lo sé, no poder pasar de la solidaridad temporal para atender sus necesidades mas acuciantes. Lo que sí podemos hacer es no permitir el abuso de esos gobernantes que además de pena dan vergüenza. Si hace 20 años lo hubiésemos visto con la seriedad ciudadana que este y otros temas precisan, hoy estaríamos en otra situación. Pero los lustros pasan. Y las décadas también. Mientras tanto, como lo describió magistralmente Miguel Ángel Asturias, los desterrados siguen padeciendo “la tierra como posada”, en ese desolador recorrido de “no tener sombra, sino equipaje”.