Don Leonel solía atenderme en una agencia bancaria que frecuento. Hace un año lo despidieron. Es un hombre afable que conoce los secretos de la excelencia en el servicio. Meses atrás me envió su hoja de vida, con la esperanza de conseguir un trabajo. Lo he recomendado en varias empresas, pero en ninguna ha habido plaza disponible. El domingo me escribió un mensaje por chat. Separado de su familia por su mala racha decidió irse hacia Estados Unidos. No porque quiera. Es por estricta y cruel necesidad. Se irá de “mojado”, me dice. E insiste en que, por mucho, preferiría quedarse y luchar aquí, en su tierra. Cerca de sus hijos. Con la ilusión de volver al lado de su esposa. No lejos de su cultura ni de sus tradiciones. Ojalá yo pudiera darle una oportunidad. Es eso lo que busca desesperadamente. Por gente valiosa como él, Guatemala debe cambiar para bien. Pronto. ¿Será que los políticos se preocupan por historias como las de don Leonel? La respuesta es obvia. En la visión del poder, esos casos no son prioridad. Lo único importante es librarse de la justicia. Evitar investigaciones. No sentir la respiración de las autoridades en la espalda. Esa sugiere ser la única agenda de este gobierno.
PUBLICIDAD
El fin de semana se percibió nublado hasta cuando el sol brillaba. Es mucha la incertidumbre creada por esa posibilidad, creíble, de que el país retroceda 30 años en un minuto. Y aunque ya hay daño, este podría ser peor. Es viernes por la noche. El comunicado del Ejecutivo activa las alarmas, pues no dice claramente que acatará lo resuelto por la Corte. Afirma solamente que defenderá la Constitución, lo cual, viniendo de donde viene, puede significar algo nefasto. Es en el segundo párrafo en el que deja abierta una rendija de cordura. No se cierra al diálogo con Naciones Unidas y da margen a pensar que se abstendrá de incurrir en un desaguisado. Sin embargo, por los antecedentes, se sabe de lo que son capaces. Peor aún, porque no parecieran tener salida.
“Las señales de militarización, espionaje e intimidaciones son demasiado obvias como para ser ignoradas”.
El asunto va mucho más allá del tema de CICIG. Hay veneno sembrado en infinidad de corazones. Aquí no hay razón que valga. Se clausuró el debate de ideas y únicamente nos queda la belicosidad de lo emotivo. La imprescindible herramienta del diálogo tiende a desestimarse, porque lo que está en juego es innegociable. Y dialogar con delincuentes se asoma como la última carta de esa baraja que, por conveniencia, se excede en el pragmatismo moral. Todos dicen querer que la lucha contra la corrupción siga. Con una curiosa salvedad: Que continúe, pero sin que toque a suyos, cercanos o afines. Mucho menos si es uno mismo quien podría llegar a sentarse en el banquillo incómodo. Varios argumentos se caen por su frivolidad, pese a que han calado en innumerables mentes. El siniestro planteamiento es harto conocido: “Una mentira repetida mil veces se vuelve verdad”.
Esta es la ofensiva final. O es ahora o no es nunca. Y si el pacto pro corrupción gana el round, el proceso más importante de esta frágil democracia iniciada en 1985 quedará rudamente averiado. Herido de muerte, tal vez. Aunque nunca totalmente derrotado. Es cierto: Este proceso ha cometido errores. Pero igual nos desenmascaró como una sociedad controlada por voraces egoísmos y codicias inhumanas. Nada menos. Y resulta fundamental, en función de aporte, el habernos desnudado en tan grotesco espejo.
Vuelvo al caso de don Leonel, futuro migrante. La tan cacareada soberanía no le dará la oportunidad que tanto ha buscado. Tampoco ese nacionalismo de pacotilla que es mas falso que un dólar color púrpura. Mucho menos esa pugna ideológica fabricada con dolo, que asusta con el ajado petate de 1954. En un país en el que la justicia no funcione razonablemente bien y no exista un Ministerio Público independiente, jamás habrá certezas suficientes como para que se mueva la economía y alcancemos un crecimiento que desarrolle el capitalismo en su versión soñada. Yo no quiero que Guatemala se vuelva una Venezuela. Tampoco una Nicaragua. Ni una Cuba. En eso podríamos estar de acuerdo con quienes adversan tan encarnizadamente esta lucha contra la impunidad. Nuestra discrepancia radica en que yo no quiero dictadura ni de izquierda ni de derecha. Algunos de ellos, sin embargo, no parecen tener inconveniente en que se rompa el orden constitucional. Las señales de militarización, espionaje e intimidaciones son demasiado obvias como para ser ignoradas. De ahí que el fin de semana se percibiera nublado hasta cuando el sol brillaba. Es mucha la incertidumbre creada por esa posibilidad, creíble, de que el país retroceda 30 años en un minuto. Hoy más que nunca entiendo aquella frase de que “un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Ojalá no suceda eso aquí. Hoy puede ser un día clave para saberlo.